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¡Martí vive!

El 10 de octubre de 1868, en el ingenio de la Demajagua, el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, dio el grito de libertad para iniciar lo que se conoce como la “Guerra de los Diez Años” que, frustrada por diversas razones, no logró más que una paz sin independencia.

Muertos en combate los principales líderes que habían iniciado la revolución: una pléyade inmortal de patricios amantes de los clásicos de la cultura universal, poetas, novelistas, compositores, habituados a las pláticas de salón y la novedad literaria, pero dolientes de los sufrimientos del pueblo, forjaron el sueño grande de la patria emancipada; otros con igual empeño y arrojo vinieron luego a ocupar sus puestos de vanguardia.

Los dirigentes del 68 habían liberado a sus propios esclavos, dignificando el espíritu de igualdad y más allá: en el crisol de la batalla diaria contra el yugo colonial fraguaron a golpe de martillo la identidad cultural y el parto de una nueva nación.

De ellos diría Martí, en un sentido homenaje el 10 de octubre de 1887 en Nueva York: “Los misterios más puros del alma se cumplieron en aquella mañana de la Demajagua, cuando los ricos, desembarazándose de su fortuna, salieron a pelear, sin odio a nadie, por el decoro que vale más que la fortuna”.

Diez años después, la nueva guerra cambió de conducción para pasar a mano de hombres de extracción humilde como Antonio Maceo, protagonista de uno de los actos más heroicos de toda nuestra historia: la famosa Protesta de Baraguá, en respuesta al humillante Pacto del Zanjón que aceptaba en marzo de 1878 una paz sin libertad ni independencia.

Pero las condiciones no permitieron que Maceo pudiera sostener el batallar incesante en las sierras y llanos orientales. El Mayor General marchó al exilio para dar paso a lo que Martí llamó la “Tregua Fecunda”.

Las huestes insurrectas no volverían a un nuevo intento hasta 1895. El alma de ese ensueño fue José Martí. Hijo de españoles, apenas con 16 años, unos meses después del inicio de la “Guerra Grande”, sería detenido y condenado a una pena de seis años de prisión en abril de 1870.

Sufrió la cárcel en las inhumanas canteras de San Lázaro, cerca del hoy turístico malecón de La Habana. Su delito: haber escrito una carta a un condiscípulo que había ingresado al ejército español y en la cual le decía: “Compañero: ¿has soñado alguna vez con la gloria de los apóstatas?”.

Meses más tarde la condena cambió por un exilio en la actual Isla de la Juventud, a la cual llegaría casi sin visión y plagado de llagas físicas y morales; para viajar ulteriormente a España.

Precisamente en 1869, en su tercer año de bachillerato, Martí había escrito en su dramática obra Abdala: “El amor, madre a la patria no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas; es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca”.

Los grilletes de las canteras de San Lázaro serían la impronta de la dignidad por reivindicar.

Poeta, ensayista, periodista, tribuno impar de florida oratoria, diplomático, (tuvo en Nueva York la representación consular de Argentina, Uruguay y Paraguay; así también la de Uruguay en la Conferencia Monetaria Internacional celebrada en Washington en 1889).

Martí representa la más pura raigambre americana.

Peregrino impenitente, adicto al pulcro endecasílabo y la tertulia alturada; enemigo, a veces solitario, de la mezquindad de los mediocres, tenía un objetivo que desbordaba el cauce de su vida: la independencia de Cuba.

Sabía, como lo escribió en lo que se considera su testamento político, la carta inconclusa a su entrañable amigo mexicano Manuel Mercado, que de perderse Cuba, Estados Unidos caería con esa fuerza más sobre nuestros sufridos pueblos de América. Y todo cuanto hizo, según confesó, fue para evitarlo.

Martí logró lo que sólo él podía lograr en la coyuntura histórica de la década del noventa del siglo XIX, levantar a los héroes del 68 y de la “Guerra Chiquita” (I879-1880) y a las nuevas generaciones, al calor de su verbo encendido, para aunar voluntades dispersas, acercar las diferencias y resquemores, llevar fe a los escépticos, ¡y llevárselos, sin más, a la guerra justa y necesaria!

Martí, quien no había participado en las guerras anteriores, decía en carta a Antonio Maceo, uno de los más grandes estrategas militares de nuestras lides independentistas latinoamericanas y que esperaba por auxilios que consideraba indispensables para el nuevo alzamiento en la isla, “El ejército está allá. La dirección puede ir en una uña. Esta es la ocasión de la verdadera grandeza. De aquí vamos como le decimos a usted que vaya. Y yo no me tengo por más bravo que usted, ni en el brío del corazón, ni en la magnanimidad y prudencia del carácter. ¡Allá arréglense, pues, y hasta Oriente!”.

La carta está fechada el 26 de febrero de 1895, dos días después del levantamiento armado en la isla que él mismo ordenara.

¡Y al Oriente se fueron, pues, José Martí, el Generalísimo Máximo Gómez y el Mayor General Antonio Maceo a una lucha desigual y cruenta para que flameara digna y soberana, contra todas las tempestades y por siempre, la bandera de la estrella solitaria!

Pero tampoco entonces llegó la victoria, escamoteada en 1898 por la intervención militar de los Estados Unidos.

El Maestro cayó en combate el 19 de mayo de 1895. Había dicho: “Yo moriré sin dolor, será un rompimiento interior, una caída suave, una sonrisa”.

A cien años del natalicio de Martí, en 1953, Fidel Castro, al frente de la llamada Generación del Centenario, se lanzó a los cauces de la revolución para que el Apóstol no muriera en manos de la injerencia más aberrante y el marasmo de la podredumbre moral.

Sólo quienes ven la tierra sin sentir la patria; quienes no odian a quien la oprime ni sienten rencor por quien la ataca; sólo los que venden su alma a cambio de unas monedas pueden mancillar el emblema de la nación cubana.

La respuesta está en su pueblo: ¡Martí vive!

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