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Internacional

Unos encerrados y otros desterrados

Zheger Hay Harb

Mientras en las zonas urbanas los ciudadanos son obligados a encerrarse en sus casas para protegerse, en las comunidades sus pobladores se ven obligados a desplazarse para salvar sus vidas.

La cuarentena es de obligatorio cumplimiento y quien la viole es sancionado, con las penas contempladas en el Código Penal para el grueso de la población o con azotes si es miembro de una comunidad indígena, donde, a excepción de los delitos contra derechos fundamentales y los llamados atroces, la sanción la impone la autoridad del Cabildo; en este caso han establecido tres azotes y trabajo comunitario al infractor.

La presión del empresariado ha orillado varias veces al Presidente de la República a levantar la cuarentena y sólo la testarudez de los alcaldes y gobernadores, especialmente la mandataria de Bogotá, ha impedido lo que podría ser una catástrofe mayor en términos de vidas humanas.

Eso, en cuanto a las ciudades y centros urbanos en general; en las zonas sub urbanas y rurales la situación es bien distinta: la obligación es de irse si se quiere salvaguardar la vida.

Una líder comunitaria, Francia Márquez, defensora de derechos humanos y activista medioambiental, ganadora el año pasado del premio internacional Goldman considerado el Nobel ambiental, varias veces víctima ella misma de grupos armados ilegales que la han obligado a desplazarse y han atentado contra su vida en varias ocasiones, le dijo al presidente de la República: “Lo invito a ponerse en los zapatos de los líderes sociales y las comunidades que en este momento están siendo desplazadas forzosamente de sus territorios. ¿Qué haría usted si en medio de la pandemia lo obligan a salir con su familia?”.

La comunidad indígena Jiw, refugiada en lo más abrupto de una montaña; líderes de las comunidades negras del norte del Cauca que estaban preparando una reunión en el marco de los acuerdos con La Minga y fueron atacados por hombres armados con granadas y fusiles, que hirieron a dos de los escoltas de Francia.

6,700 personas han sido víctimas del desplazamiento forzado y 3.437 fueron confinadas en sus comunidades sitiadas por los actores de la guerra. 309 familias debieron refugiarse en el municipio de Ituango, apenas a una hora de Medellín, expulsadas por los grupos armados y 70 de ellas eran víctimas por segunda vez de este delito. En los límites entre Colombia y Panamá está Jaque, un pueblo que se ha convertido en refugio de quienes han tenido que abandonar su tierra para salvar la vida. En la región del Catatumbo, limítrofe con Venezuela, 236 personas debieron desplazarse para huir de la muerte. 1,600 llegaron a la cabecera municipal de Payán en Nariño, límites con Ecuador, para protegerse.

Campesinos de Tumaco, Barbacoas y Olaya Herrera en el Pacífico también han tenido que huir, dejando todo atrás, escapando de la muerte.

El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), Acnur (Agencia de Naciones Unidas para Refugiados) y la Defensoría del Pueblo han hecho llamados angustiosos para que esas comunidades reciban protección ante la amenaza permanente de los grupos armados ilegales, pero han caído en el vacío. La muerte de desmovilizados de las FARC, de líderes comunitarios y defensores de Derechos Humanos continúa con la consiguiente expulsión de sus comunidades.

Eso sí, el Gobierno siempre responde que tomará cartas en el asunto, pero sus medidas han resultado inocuas. El director de la Unidad de Víctimas (ente gubernamental) ha dicho que “el Gobierno del Presidente Iván Duque, en la Comisión Intersectorial para la Respuesta a las Alertas Tempranas, viene buscando generar estrategias que prevengan los temas de desplazamiento masivo como hecho victimizante. Es importante que a través de los subcomités de atención, protección y garantías de no repetición, activar planes de contingencia y planes de prevención para mitigar esta situación para el año 2020”. Es decir, bla bla bla, respuesta burocrática. La misma que desde los años 80’s viene dando el Estado.

¿Quiénes son los culpables? Hay algunas variaciones según el lugar, pero siempre son los mismos que se reparten el territorio: en el Catatumbo son las disputas entre el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). En Nariño y el Pacífico el Frente Oliver Sinisterra, las Guerrillas Unidas del Pacífico, la banda “Los Contadores” y el Clan del Golfo, en otras regiones las varias disidencias de las FARC.

¿Tiene alguna importancia para los campesinos saber quién es su agresor?, ¿significará algo para ellos saber que esas disidencias fueron grupos rebeldes que habían jurado defender los derechos de los más débiles? Cuando es el ELN quien con sus acciones los obliga a padecer las consecuencias de un conflicto del cual no son parte ¿les interesará a los campesinos saber que esa guerrilla se creó para defenderlos y crear un país más equitativo?

La respuesta es triste: sea quien sea su agresor, el daño es el mismo. El ELN tendrá que decidir si así está realizando los anhelos que lo llevaron a empuñar las armas hace 60 años.

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