Jorge Gómez Barata
No hay una manera blanda de asumirlo: las turbulencias económicas generadas por COVID-19 anuncian un panorama mundial sombrío, el cual será más grave para los países pobres y los sectores vulnerables de los países desarrollados. En todos los casos al dolor por las pérdidas humanas se sumarán calamidades económicas que configurarán tragedias humanitarias masivas.
Según datos creíbles, el PIB del mundo puede caer hasta en un cuatro por ciento lo cual presentaría unos 8 billones de dólares, esto es ocho millones de millones que, en cifras aproximadas, equivale a decir que cada uno de los siete mil millones de habitantes del planeta habrá perdido 1,400 dólares, cifra que la inmensa mayoría no ha poseído nunca. Es difícil imaginar una criatura más desdichada que aquella cuya fatalidad le hace perder lo que no tiene.
Esa realidad que se presenta en el contexto de una sociedad donde imperan las desigualdades económicas, fenómeno cuya solución no está a la vista, y que golpeará con esa fuerza más sobre las mayorías que absorberán las consecuencias más decisivas y los costos sociales más devastadores, la mayoría de los gobiernos de los países pobres se encontraran sin alternativas, es decir, sin nada que hacer y sin recursos para aplicar paliativos.
La COVID-19 no ha creado las precarias situaciones en que viven los países de América Latina, sino que las ha agravado en grados extremos.
De hecho, el cese de la emergencia sanitaria no significará para ellos mejoría en ningún terreno, sino la conciencia de que todo será peor. A las necesidades generadas por la adversidad de la pandemia se sumarán las preexistentes y el conjunto puede generar perturbaciones sociales que sumarán daño al daño.
Para Cuba será más difícil porque a la calamidad sanitaria se suma el asedio que significa el bloqueo de Estados Unidos, medida criminal que la administración de Donald Trump ha llevado a límites extremos, incluyendo la pretensión de un bloqueo naval total que agravará el eterno problema estructural asociado a la alta dependencia del comercio exterior para adquirir alimentos, materias primas y acceder a las tecnologías.
Aunque logró resistir el batacazo que significó el colapso de la Unión Soviética, evitando un parteaguas, la isla no pudo impedir un impactó duradero y desde entonces navega en las procelosas aguas de un entorno socio-económico e ideológico sumamente contradictorio. Aunque sigue siendo una población austera y políticamente comprometida con su sistema social, en el seno de la sociedad se han activado realidades sociales e ideológicas que funcionan como “tensiones laterales”.
A la obsolescencia tecnológica de parte de la industria, la ineficacia de la economía agrícola, incluida la agroindustria azucarera, el antológico atraso del comercio interior, se suman conocidos problemas estructurales del modelo y la vigencia de un atrasado pensamiento económico que se defiende de los cuestionamientos invocando preceptos de la economía política importados de la Unión Soviética, que 30 año atrás sucumbieron con ella.
La diferencia más sustantiva entre la crisis que se aproxima y la que se inició con el colapso de la Unión Soviética en 1991 es que aquélla fue sorpresiva, mientras la que hoy avanza es una “guerra avisada”.
Entre las fortalezas de la isla figuran la cohesión social y la capacidad de reinventar su modelo económico para integrar en un todo socialista las fuerzas de su poderoso estado con las de un emprendedor sector privado cuya base no son las leyes del capitalismo sino el extraordinario capital humano con que cuenta el país y que, apropiadamente conducido, puede plantar cara a la adversidad y no sólo sobrevivir sino generar un nuevo modelo socialista. El Rubicón no está detrás, sino delante.