Por Marina MenéndezFotos: Lisbet Goenaga(Especial para Por Esto!)
LA HABANA, Cuba.- Todavía hoy, cuando una enfermedad infecto-contagiosa aflora, mi madre recuerda que sería bueno llevar atada a mi blusa, una bolsita con alcanfor.
Sí, según el extraoficial sitio web Directorio Cubano, los efectos de la resina de ese árbol, además de considerarse antineurálgicos y antirreumáticos, se tienen por antisépticos.
Empero, dudo de que la bolsita de alcanfor resultara eficaz ante enfermedades como el cólera, que atacó a Cuba reiteradamente durante el siglo XIX -en 1833, 1850 y 1867 fueron sus principales azotes- y para evadir la cual, las personas sanas se cubrían la nariz y la boca con pañuelos empapados en vinagre o el célebre alcanfor…
La enfermedad, sin embargo, no se transmite a las mucosas mediante las secreciones nasales o bucales de un infectado, como ocurre hoy con el COVID-19, sino por medio de un protozoo: el vibrio cholerae, que puede estar en las aguas contaminadas con la materia fecal de una persona contagiada, o en las propias heces. Era totalmente evitable pero: ¡Oh, ignorancia!
Cosas del poco avance de la ciencia para esa época… La impotencia de los cubanos ante la irrupción y avance de una enfermedad que dejó en la Isla, en esa centuria, más de 30 mil muertos, casi le cuesta la vida también al doctor que diagnosticó el primer caso en la persona de José Soler, quien murió casi inmediatamente después de que el Dr Manuel J. de Piedra diera el veredicto fatal en compañía de su colega Domingo Rosaín, médico de la Casa de Maternidad, ha contado el historiador y cronista cubano Ciro Bianchi.
El miedo de la gente fue tal, que quiso apedrear o tal vez linchar al Dr Piedra por su verdad.
Se dictaron entonces medidas que a la luz de hoy nada aportan y aparentemente menos lógicas, incluso, que oler alcanfor, tales como pintar de blanco, con un compuesto de cal, masilla y cloruro, las fachadas de las viviendas; colocar un recipiente con cloruro a la entrada de las casas, o evitar el lavado de las calles…
A pesar de que hay distancias enormes entre aquellas irrupciones de cólera y el aún ahora casi desconocido Covid-19, existe un elemento común, casi casual. El primer paciente de cólera en Cuba era un extranjero y venía “de afuera”: Soler era un catalán recién llegado de Estados Unidos, así como los primeros pacientes del nuevo coronavirus en Cuba eran extranjeros… Exactamente, hablo de aquellos tres turistas italianos diagnosticados el pasado 11 de marzo cuando vacacionaban en la ciudad patrimonial de Trinidad, en el centro de la Isla.
Mucho más contagioso que el cólera en su momento -causa de tantos y tan inesperados decesos que fue preciso improvisar un cementerio en la capital y después resignarse a una enorme fosa común adonde se enviaron 1 500 cadáveres- el coronavirus podría estarse acercando ya al pico de su contagio en la Isla, previsto inicialmente para la segunda quincena de este mes.
Aunque en los días recientes se constató una caída en la cifra diaria de nuevos contagiados detectados y de fallecidos, lo que ha hecho pensar que el comportamiento del virus sigue el rumbo de los pronósticos más halagüeños, este sábado se identificaron 74 nuevos casos y se reportó la muerte de dos, quienes permanecían previamente internados. Pero de esos positivos recientes, una parte importante pertenecía a un contagio local en el municipio de El Cotorro, al Este de La Habana.
Hasta el viernes se estimaba que, según las cifras, la pandemia en Cuba llegaría a lo alto de la curva en mejores condiciones de lo que pudo haber sido gracias, sobre todo, al adelanto de medidas de control y prevención pertenecientes, en los métodos previstos, a etapas de la epidemia más avanzadas, así como a las pesquisas casi diarias, casa por casa. Pero no se puede descartar la posibilidad de sucesos que varíen lo planeado.
Mientras, los científicos cubanos, inconformes con el total de 66 fallecidos registrados hasta el sábado para una letalidad de 4,1 por ciento, y a pesar de que ello representa una de las más bajas en América Latina (5,7%) y del mundo (7,24%), introducen medicamentos en los protocolos de tratamiento y métodos innovadores, al tiempo que trabajan sin descanso en los laboratorios en búsqueda de otros antirretrovirales.
Una de las iniciativas más recientes ha sido la de inyectar plasma de un paciente curado a los enfermos, tratamiento probado satisfactoriamente cuando el médico Félix Báez, miembro de la Brigada Médica cubana que combatió el ébola en África en el año 2014, se enfermó, se salvó, y donó luego voluntariamente una cuota de su plasma para inmunizar a otros compañeros, procedimiento que demostró eficacia.
¡Pobres soldaditos de España!
Pero los reiterados azotes del cólera no fueron los únicos que asolaron Cuba hace dos siglos, y causaron muerte y pavor entre los pobres soldaditos de España, enviados aquí en el vano intento de domeñar a los mambises (combatientes libertadores), y ávidos de regresar a la aldea, sobre todo, cuando al toque a degüello y el machete insurrecto se sumaron los estragos de los mosquitos y la fiebre amarilla… porque la malaria la trajeron ellos de Europa.
También entonces Cuba tuvo científicos eminentes que se inquietasen ante la inevitabilidad de la muerte y, para revertir tan triste destino, realizaran aportes que salvaron a los cubanos y a la humanidad.
Tal es el caso del doctor Carlos Juan Finlay, quien descubrió que el mosquito Aedes aegypti es el transmisor de la fiebre amarilla, hallazgo que ha sido útil hasta hoy, porque es el mismo vector causante de otra epidemia introducida en Cuba como parte de la guerra bacteriológica implementada por EE. UU, en los años de 1980, contra la Isla: la versión hemorrágica del dengue, que dejó entonces aquí más de 150 muertos, entre los cuales, los niños superaron el centenar.
También fueron definitorios los estudios y la labor convincente del eminente médico Tomás Romay en los inicios de los 1800. Él probó en sus propios hijos y demostró la eficacia de la vacuna contra la viruela, introducida en Cuba y propagada gracias a sus esfuerzos, a partir de febrero de 1804.
Entre las ideas más sorprendentes de aquella época, ante la impunidad con que las epidemias mataban, quedó anotada, casi como leyenda, la que se aplicó durante el primer azote de cólera en La Habana, y cuando el mal se había llevado ya almas pobres y mentes ilustres como las de monseñor Valera Jiménez, solo 12 días después de asumir el Obispado de la capital, y la del pintor francés Vermay, director de la academia de pintura de San Alejandro.
Para entonces, cuentan los cronistas, las fortalezas habaneras cargaban y disparaban los cañones tres veces cada día… ¡pues estimaban que así ahuyentaban la epidemia!