Gustavo Robreño
El brutal atentado terrorista contra la Embajada de Cuba en Washington, perpetrado –según la información oficial– por un individuo poseedor de fusil automático de asalto (o sea, un arma de guerra), forma parte de la imparable escalada de violencia desatada desde hace tiempo en el país imperial, agudizada y multiplicada desde que la Administración Trump se instaló en la Casa Blanca y proyectó desde allí el discurso de odio racista, xenófobo, agresivo y depredador que dirigió en lo fundamental contra la población afro descendiente y latina, pero del que tampoco escaparon otros sectores estadounidenses de las capas medias y trabajadoras.
La ola de tiroteos y ataques de todo tipo no se detiene y crece desde entonces. Ya nada ni nadie está seguro: ni en las escuelas ni en las tiendas, ni en las universidades ni en las cafeterías, ni en los espacios públicos ni en las viviendas.
El tráfico y comercio libres de todo tipo de armamento, facilita y sirve de soporte al ambiente de violencia y crimen, auspiciado por las propias autoridades gubernamentales que, como se sabe, reciben para sus campañas electorales el apoyo económico de la llamada Asociación Nacional del Rifle, consorcio de notable influencia en la política estadounidense, que agrupa a fabricantes y comerciantes de armamento.
Dentro de ese escenario de violencia y muerte, tiene lugar la agresión contra la sede diplomática cubana, que no es la primera, pero esta vez tiene connotaciones muy especiales por los medios de guerra utilizados y porque se enlaza evidentemente con la burda campaña de odio, calumnias y mentiras flagrantes que desde la Casa Blanca y el Departamento de Estado se lanzan sucesivamente contra Cuba, su Gobierno y su pueblo.
No es posible separar una cosa de la otra. La historia oculta de esta clase de sucesos dentro de Estados Unidos –y particularmente en estos momentos– nos da derecho a pensar que todo puede formar parte de un plan previamente concebido por alguien y no es solo la obra macabra de un “tirador solitario”.
Tengamos en cuenta, además, que la leyenda de los “tiradores solitarios” ha sido frecuentemente utilizada en ese país imperial, cuando los poderosos intereses han decidido no ir al fondo de las cuestiones más sensibles y así brindar explicaciones insuficientes y superficiales para ocultar las reales motivaciones y verdades que no deben salir a la luz.
Así ha sido desde el asesinato de Abraham Lincoln hasta los más recientes de John Kennedy y Robert Kennedy, pasando por episodios confusos y nunca definitivamente aclarados, como la voladura del acorazado “Maine” en la bahía de La Habana (1898), el incidente del Golfo de Tonkin (1964) o los ataques contra las torres gemelas de Nueva York (2001).
A estas alturas, bien poco o prácticamente nada se sabe acerca de este recién aparecido “tirador solitario”, y es posible que nada se conozca claramente en el futuro, si en este caso se sigue la vieja tradición de ocultamiento o de información selectiva y a medias que ha caracterizado a los gobiernos imperiales desde sus orígenes.