Jorge Gómez Barata
El racismo por el color de la piel es la más primitiva de las ideologías. No es doctrinaria ni se funda en ideas. A diferencia de otras expresiones de discriminación, no necesita de argumentos teóricos o culturales que la sostengan. El racismo por el color es burdo y primario, no nace en el cerebro ni en el corazón, sino en las vísceras y se expresa en la más cruda violencia.
La expansión del racismo es favorecida porque no necesita de cultura o de talento, cuanto más ignorantes y estúpidos sean los sujetos, más fácilmente pueden ser ganados para el racismo y mientras más alta sea la cuota de ignorancia, mayor será su violencia y su devoción por la crueldad. Para discriminar al negro, no existe ningún argumento excepto el color de su piel, lo cual, obviamente, no tiene influencia alguna en los comportamientos ni en los estilos de vida.
Los argumentos del racismo que se generaron para justificar el comercio de esclavos y la esclavitud fueron la inferioridad de los africanos y sus instrumentos, el látigo que restañaba sobre las espaldas, el cepo como castigo y los linchamientos como sentencia. Por una extraña paradoja, los Estados Unidos, uno de los países más laboriosos y exitosos del planeta, tecnológicamente el más avanzado y el más innovador, es también el más racista.
Una peculiaridad de esta manifestación es que, mientras los fascistas y los comunistas, los creyentes y los ateos, los masones, los rosacruces y los judíos pueden buscar la avenencia cambiando sus convicciones, los negros no pueden mudar el color, sino que deben buscar la aceptación social por vía de la integración.
Lincoln puso fin a la esclavitud, pero no logró conceder a los esclavos el derecho a ser ciudadanos de los Estados Unidos; mediante la 14º Enmienda, el presidente Andrew Johnson consiguió para ellos y sus descendientes la ciudadanía por nacimiento y con la 15º gestionada bajo la presidencia de Ulysses Grant se les concedió el voto. No obstante, el apartheid se mantuvo y pasaron casi 90 años para que John F. Kennedy y Lyndon Johnson pusieran fin a la segregación racial.
Aunque los esfuerzos fueron válidos y hubo avances, ninguno de ellos, ni todos juntos, lograron la integración racial que ha fallado en los Estados Unidos y es la asignatura pendiente para lograr la verdadera cohesión social de la sociedad norteamericana.
No se trata sólo de poner fin a la violencia policial, uno de los últimos bastiones del racismo en los Estados Unidos, sino de eliminar los guetos, suprimir las diferencias en cuanto al trabajo y los salarios, conceder facilidades a los escolares negros, favorecer su acceso a los cargos de dirección en las empresas y las jerarquías militares y suprimir la discriminación social.
El color nunca se podrá borrar, pero sí los prejuicios en torno al mismo. Si bien circunstancialmente la protesta es un recurso, no lo es la violencia. La mejor arma la otorga la democracia; es el voto, cuya suma hace mayorías. En pocos meses habrá una oportunidad que será decisiva. Bienaventurados quienes la aprovechen.