TAPACHULA, Chiapas, 18 de mayo.- Tras el tumulto de ayer por la tarde a las puertas de la estación migratoria Siglo XXI, protagonizado por haitianos y africanos, con la meta común de ingresar pero en fricción, casi enfrentamiento entre ellos, esta mañana llegó un batallón de la Armada, se instaló una horas bajo los toldos de la Policía Federal y al mediodía ingresó a las instalaciones migratorias marchando sinuosamente entre las tiendas de campaña de las familias haitianas que acampan directamente en la explanada.
Al tiempo también ingresaba un autobús turístico con varios agentes migratorios, para subir los centroamericanos que serán deportados hoy. Porque de uno y otro modo, por aire y tierra, no paran las expulsiones de personas extranjeras sin papeles que ingresan al país por la frontera con Guatemala.
Son tanta las historias simultáneas que convergen aquí.
En casas y portales en los barrios vecinos a la estación migratoria, decenas de familias haitianas y de origen africano rentan espacios mientras esperan respuesta a sus solicitudes de refugio, o la regularización migratoria. Los hay que llevan 20 días, como Lulú, y los que llevan varios meses.
En un curioso portuñol con acento creole, esta robusta y expansiva haitiana cuenta que ya fue ilegal tres años en Santa Catarina, Brasil, y otro tanto en Chile, de donde se embarcó a la travesía continental que converge en Darién, cruza el istmo de Centroamérica, desemboca en Chiapas y tira más al norte. Pero es aquí donde se despliega todo un aparato que intercepta a estos viajeros de la necesidad.
La bronca del viernes por la tarde se enfrío un tanto con la lluvia, y otro tanto con el ingreso de algunos solicitantes. Los haitianos se quejaban como siempre del “favoritismo” por los africanos. Un grupo de hindúes procuraba no envolverse en las disputas, pero como muchos otros, aguardaban su regularización. Entre las vallas metálicas, familias y grupos pululaban, y mucho avanzaban hacia la pequeña puerta de la oficina migratoria en oleadas que hacían sudar la gota gorda, literalmente, al personal del Instituto Nacional de Migración. Los policías antimotines, con sus escudos, se mantuvieron a la distancia.
Esta mañana está más despejado el panorama. Lulú, quien vive con sus hijos y su esposo en una casa ladera abajo, en la proximidad del río Coatán, se dice “inconforme pero no enojada, estamos acostumbrados a ser los últimos” y se alza de hombros con una risa. De pronto se le ocurre mostrarme el testículo izquierdo de su hijo mayor (8 años), visiblemente hinchado. “Así se puso en Darién y no se le quita. Le duele”.
Arriba, a orillas de la carretera, una madre congoleña y barbuda agradece llorando una bolsa con pan y leche para sus pequeños.
Ayer, al tiempo del tumulto, a unos 200 metros transcurría un baile movidísimo y caribeño al son de reggae y música haitiana. Aún esperando, la vida no tiene por qué detenerse.
(La Jornada)