Si tuviera que apostar, lo haría diez a uno a que en el aeropuerto de Texcoco hubo y hay muchísima corrupción. Salvo las observaciones que hizo la Auditoría Superior no tengo conocimiento específico de si tal contrato está inflado o si hubo moche en esta o aquella licitación, es una cuestión estrictamente estadística: la posibilidad de que en México exista corrupción en una obra pública es altísima. Pero una cosa es que yo apueste que hay corrupción y otra que pueda demostrarla.
La diferencia entre quienes tienen un cargo o responsabilidad gubernamental o una función pública (el periodismo lo es) y los mortales es que cuando se hace un señalamiento de este tipo estamos obligados no sólo a probarlo, sino a denunciar penalmente a quienes incurrieron en esas prácticas.
Lo más extraño en todo este proceso de por sí bizarro de cancelación del aeropuerto de Texcoco es que es un caso de corrupción sin corruptos. Todo el argumento de López Obrador es que lo que hay detrás de la construcción de NAIM hay una enorme corrupción, pero nunca ha dicho quiénes son los empresarios y los funcionarios corruptos, ni qué acciones tomará, cuando asuma el poder, para castigarlos. Más aún, está ya negociando el cambio de contratos de los supuestamente corruptos, lo que en la lógica más elemental sólo provocaría perpetuar la corrupción. Pero no en la suya, porque él cree en el arrepentimiento, el perdón y el olvido.
La corrupción en el discurso de Andrés Manuel es una cosa etérea, que no tiene rostros, nombres ni apellidos. Es un mal que ahí está ahí y no necesita demostrarse. Pero lo grave es que es él y sólo él quien administra quién entra y quién sale del paraíso. A Rosario Robles la pueden acusar de desvío poniendo las pruebas de la Auditoría Superior sobre la mesa, pero si el presidente, electo dice que es sólo un chivo expiatorio queda perdonada, no requiere dar explicaciones ni decir quiénes son los verdaderos corruptos de esa trama de empresas fantasma. Si Hermes e ICA se pliegan a sus deseos pasan de la fila de los corruptos a la de los artífices de la cuarta transformación, ya no es necesaria ninguna investigación sobre posibles sobreprecios o moches.
La de López Obrador no es una batalla contra la ilegalidad, sino la guerra del bien contra el mal. Las leyes y la justicia terrenal, esa tortuosa y compleja que se hace en los juzgados, no están ni en la ecuación ni en el discurso del presidente electo; él combate la corrupción como se combate el mal, como una categoría moral. El problema es que la corrupción no es un pecado, es un delito y Andrés Manuel no es el líder de una iglesia (aunque por momentos se comporte como tal), sí el Presidente de la República.
(SIN EMBARGO.MX)