León García SolerA la mitad del foro
Ya se entreabren las puertas del sexenio que no va a durar 72 meses. Ya llegan del exterior las consultas de jefes de gobierno dirigidas a quien es Presidente electo de México. Ya se despide Enrique Peña Nieto en la ONU y en los foros de la globalidad, con el calendario marcado por los cincuenta años del 68 y la marca indeleble de los 43. Y Donald Trump empieza el muro de acero con ridículos 24 kilómetros de largo, en el antiguo Paso del Norte. Allá donde Juárez se refugió en el desierto.
Instalados en sus curules y escaños los senadores de Morena y sus aliados antitéticos, se ha dejado de festejar el arribo de la Cuarta Transformación al caer en el hoyo negro de la “Hora Cero” decretada por Porfirio Muñoz Ledo, el Abate Sièyes de la Revolución institucionalizada. Indudable inteligencia, tenacidad a toda prueba al impulso de la fe en su propio destino manifiesto, el hoy defensor de la Separación de Poderes, afirma: “Es claro que el 1º de julio la voluntad popular sepultó el ciclo neoliberal. Abolir sus ramificaciones no será tarea fácil, pero podemos encauzar una tendencia mundial”. Tarea de alcances históricos que obliga a emprender una reforma fiscal en la que se aumenten los impuestos a quienes más ganan, para evitar la persistencia del insepulto ciclo neoliberal.
Pero eso no es asunto que habrá de resolver quien preside la Legislatura de la mayoría absoluta de representantes o creyentes del amor y paz, de la ya anunciada Constitución Moral cuya elaboración ha sido puesta a cargo de allegados al titular del Poder Ejecutivo de la Unión en esta República federal, democrática y laica. El Guía ya ha dado muestras de flexibilidad inesperada por los dueños del capital y sus cortesanos. Pero ya en la tercera campaña de su peregrinaje se había comprometido a no aumentar impuestos cuando tomara posesión de la Presidencia. No subirlos, punto. Nadie se ha pronunciado en defensa del lenguaje liso y llano, en demanda de precisar si el sistema es de impuestos progresivos, o sujeto al dogma de la productividad como función exclusiva de los de mayores ingresos.
Exclusiva y excluyente. Por lo pronto ya se adelantaron los tiempos del largo interregno y los del gobierno entrante ya se disputan o intercambian cargos; celebran reuniones, conferencias y anuncian consultas populares o envían resoluciones a funcionarios del gobierno que se desvanece pero no ha entregado el poder ni puede violar las leyes vigentes, aunque se los exija la Cámara de Diputados. Atención: paulatinamente se impuso la convicción, no la percepción, de que la violencia y la impunidad eran consecuencia de un gobierno ausente, de un vacío de poder, de inmediato ocupado por las bandas del llamado crimen organizado. Mal podría resolverse esa ausencia en la confusión de quienes hacen las leyes y quienes tienen la obligación de cumplirlas y hacer que se cumplan.
Imposible olvidar, mientras arde el mundo entero en la descomposición del orden capitalista, del poder del Estado en función de regular la apertura comercial y resguardar la política social, que tanto los dueños del capital, los del “uno por ciento” de la población como quienes han puesto la política a su servicio, se han propuesto desmantelar las instituciones, reducir al Estado a su mínima expresión; a desaparecerlo y sepultarlo porque “los excesos de regulación” impiden el desarrollo y el progreso. Entre otros cargos de la fantasía que hoy nos tiene al borde del abismo, amenazados por el hartazgo de la mayoría con la desigualdad social y económica, con la desaparición de la política y los partidos políticos.
Basta leer las cabezas de los diarios o no cambiar la estación de radio o televisión cuando empiece un noticiero; esto es, ir un poco más allá de la marea de notas rojas que ahogan la información, que han hecho poco menos que desaparecer las páginas políticas y de opinión, para enterarnos del resurgimiento del nazi-fascismo, del imperio dictatorial racista, separatista, de odio a la otredad que atropella a los miles, decenas de miles de migrantes que todo padecen en busca de libertad, de empleos y ante todo de igualdad. Del primero y menos respetado y defendido de los derechos humanos. Los hemos tenido en casa, rumbo al otro lado, o refugiados de nuestros vecinos de la América Central que arriesgan la vida en tránsito a la frontera. Y allá padecen encierro en jaulas metálicas y la separación de sus hijos menores.
Ese es el resultado de haber aceptado nuestros políticos el flamante “ciclo neoliberal”. Aunque no lo llamen así. Por hacer política para hacer dinero han perdido el rumbo, las ideas, declarado muertas a las ideologías. En menos de cuatro décadas se devoró a sí mismo el sistema plural de partidos, instrumento indispensable para la democracia electoral que traería y trajo consigo el vuelco finisecular, el fracaso del priato de la estabilidad como parálisis terminal. Empezaron por hablar de “nueva derecha” y de “nuevas izquierdas”. Acabaron en el centro inane, postulantes de la acumulación como meta y la simulación como fórmula. Se envileció el lenguaje político; la narrativa en lugar del programa; se invocaba a “la gente” y jamás se hablaba de “el pueblo”.
A nadie sorprendió que en los peores momentos de combate, de miedo a López Obrador, los del reconocimiento social y la acumulación de bienes, dejaron de señalarlo como izquierdista. Ya para qué. Desde los plantones de protesta en pleno Zócalo y los gritos de ¡al diablo con sus instituciones!, había cambiado el giro del combate: Es un “populista”, dijeron y repitieron hasta que vino el alud de treinta millones de votos. Cincuenta años de la huella indeleble de Tlatelolco. Gustavo Díaz Ordaz es un producto patético de la Guerra Fría, cosas del resentimiento, diría el Tiberio de Marañón.
Medio siglo y las generaciones del 68 dejaron huella de su paso, la Marcha del Silencio es memoria ensordecedora del momento de fractura de un sistema producto distorsionado de una Revolución Mexicana, de veras, una que nos dio la Constitución de 1917, los derechos sociales junto a los derechos individuales, por primera ocasión en la norma suprema, en cualquier Constitución escrita. Tras el vuelco finisecular, el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Luis María Aguilar, ha hablado del movimiento estudiantil del 68: “importante precipitador de cambios”. Rolando Cordera, profesor emérito de la Universidad, combatiente en las calles, en el aula, en la tribuna del Congreso, aseguró que “es preciso reconocer las posposiciones y olvidos (porque México y su modernidad) siempre inconclusa, así lo requieren, pues sigue marcada por profundas brechas de desigualdad y vulnerabilidad social”.
Por esa tarea siempre inconclusa hay que retomar las palabras y reconocer lo que significan, lo que nos dicen. Mientras haya millones en la pobreza, amenazados siempre por la hambruna en el abandono, habrá que entender que la política fiscal es manifestación absoluta y definitoria de la lucha de clases. Que el llamado de Andrés Manuel López Obrador a sus fieles a aceptar que será Presidente de todos los mexicanos y no únicamente de los millones de sus seguidores, no lo está volviendo “fresa” o “fifí”.
Pero al informar que habló con Justin Trudeau y recomendó al Primer Ministro del Canadá insistir en el diálogo, para que se logre el pacto trilateral, añadió que “en el peor escenario, lo que sucedería es que sea bilateral entre México y Canadá o México y Estados Unidos.
No, este último es un escenario dantesco. Un diálogo en el infierno con Donald Trump, en el lenguaje de las “verdades alternativas” en voz de un mentiroso patológico.