Por Emiliano Canto Mayén
Aunque lo que escribiré a continuación, por fortuna, no me ha acaecido, los informantes de esta tipología criminalística sí han presenciado, para su desgracia, este tipo de siniestros y por ello son dignos de confianza ya que nada hay más veraz que el relato de las tragedias, cuando se las vive en carne propia. Además, como suelo hacer siempre, he completado y aderezado la anécdota con lo que he leído quién sabe dónde, los chismes e informes oficiales de los que pródigamente me ha proveído la vida en la capital de la República.
Hecha esta advertencia de rigor, procedo a describir un típico asalto a microbús o pesero. Este tipo de crímenes parecen fraguarse desde las terminales del tren metropolitano, es decir, en las últimas estaciones de las líneas del metro que surcan el subsuelo de la Ciudad de México. A causa de lo anterior, es muy usual que ciertas rutas de autobuses que parten de las terminales estén vigiladas por elementos de seguridad y, en el caso de las unidades que tienen por destino final una universidad, estos uniformados suelen pedir a los pasajeros, antes de ascender, sus identificaciones o matrículas de alumnos, docentes o empleados del plantel al cual se dirige el bólido.
Esta primera precaución suele ser vana puesto que, en su trayecto, como es de esperarse, suelen subir más pasajeros y también vendedores de golosinas y supuestos ex convictos reformados, integrantes de centros en contra de las adicciones, que ofrecen rosarios y demás trebejos a diez pesos. Los choferes son viejos lobos del asfalto pues conocen bien a estos payasos y mendigos pues, en innumerables ocasiones, les han permitido subir a ganarse el sustento y, al respecto, cuando el conductor tiene una sospecha, por minúscula que ésta sea, cierra sus puertas delantera y trasera y se niega a dar entrada a quien cree un ladrón. Así me contó una vez un joven amigo quien me dijo que, una vez, el conductor corrió la cortina de vidrio en las narices de un hombre mal encarado y al reclamo iracundo de éste, el timonel del volante le tachó de caco y enlistó cada uno de los atracos que le sabía.
Desafortunadamente, la suspicacia es insuficiente y muy usual es que se cuelen estos pájaros de cuenta en la unidad del transporte público. Cuando esto ocurre, la banda, a diferencia de los hidalgos bandoleros del Quijote, anuncian su presencia con amenazantes insultos y mostrando a los usuarios su arma, ésta suele ser una pistola de corto calibre y si bien sólo uno de los rateros va armado –siempre se trata de grupos– el mortífero poder de una bala basta para amedrentar a los cincuenta o sesenta ocupantes del microbús.
Los criminales suelen descubrirse cuando se ha alejado el automóvil de la estación, justo en tramos donde es complicado frenar o en medio de un embotellamiento de hora pico, motivo por el cual el conductor amagado tiene que mantener la marcha o cerrar las puertas del automóvil. Aquí conviene insertar el testimonio de un informante que me reveló que una tarde, al final de su jornada, vio aproximarse un pesero, extendió el brazo pidiendo parada y el chofer movió sus brazos en forma negativa. El chilango, como todos los de su especie, se preguntó ¿cómo qué no? y, por sus pistolas y aprovechando un tope, se trepó con aire triunfal para caer en la cuenta de que había entrado en la boca del lobo, lo cual en palabras menos ampulosas, quiere decir que mi testigo subió al camión justo cuando se perpetraba en su interior un asalto a mano armada.
Siguiendo con este reportaje, mismo que narraría mil veces mejor Miguel II Hernández, en cuestión de minutos los rateros se apoderaron de celulares –viejos o modernos–, carteras, billetes sueltos, la morralla o cambio suele ser despreciada por su baja denominación. De las mochilas se sustraen las que pudieran contener computadoras portátiles. Las víctimas, con presteza, son despojadas de sus relojes y joyas, aquí cabe elogiar el ojo bien entrenado de los adoradores de caco puesto que diferencian en un santiamén la fantasía del oro y la plata de ley.
Ya proveídos de su botín, se pide al chofer que salga de su ruta, a veces, por muchos kilómetros y aquí hay tres modos operandi. En medio de un embotellamiento, los rateros salen fletados entre las hileras de automóviles varados; otro es que en calles semivacías parten para desaparecer en callejones o baldíos agrestes y la última consiste en despojar al conductor de sus llaves y dejar varado al gentío en parajes de difícil acceso, lo cual facilita su escapatoria.
En fin, cuando escribía estas líneas leí que, en un autobús que recorría una autopista interestatal, al hacer su aparición una banda de rateros, un pasajero armado ultimó a balazos a uno de los ladrones e hirió de gravedad a los otros dos. Las autoridades, inútilmente, preguntaron a los testigos la identidad del furibundo vengador, todos dijeron no saber. Triste y macabro es el panorama que arroja esta nota roja y espero que la pasada exposición permita, tanto a mis lectores como a las autoridades competentes, tomar sus precauciones.