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Opinión

La reforma tortuosa

Por Porfirio Muñoz Ledo

Distinguidos historiadores mexicanos han coincidido en que objetivamente está tomando rumbo la Cuarta Transformación del país. En las otras tres, el tema de la educación como el de la propiedad de la tierra fueron cuestiones definitorias. En ambas tratábase de disminuir el poder del clero. Ahora el debate más prolongado y tortuoso ha girado en torno a la redacción del artículo tercero. En un inicio se trataba de “revertir” la reforma de Peña Nieto, que por cierto era breve y se centraba en la evaluación de los educadores y en la discusión respecto del carácter punitivo de tal estrategia. De ahí que durante la campaña electoral de 2018, la crítica de la oposición a esas medidas fue estimulada por las organizaciones de maestros más radicales.

La controversia se volvió por momentos un tema de orden público. Imposible olvidar los amagos de violencia de la CNTE sobre la Cámara de Diputados y el memorándum del Presidente López Obrador, dolosamente calificado de inconstitucional, que condujo a la distensión política del conflicto. Las sesiones legislativas más prolongadas se refirieron al tema educativo. Si comparamos el tratamiento de este asunto con el de las otras reformas introducidas por el actual gobierno, la distancia resulta abismal. La Ley Orgánica de la Administración Pública Federal que se anunciaba extremamente polémica, fue aprobada finalmente por unanimidad; y la muy relevante creación de la Guardia Nacional, no solamente mereció el consenso de ambas cámaras del Congreso, sino de todas las legislaturas de las entidades federativas. En apariencia la propuesta educativa del actual gobierno es la única que no lo mereció, lo que resultaría doblemente grave por su significación ideológica y por las controversias y enfrentamientos a que puede dar lugar en el curso del sexenio.

Llaman la atención en el texto actual del artículo tercero sus contradicciones y su redacción extremamente prolija. Estas ponen de manifiesto diferencias conceptuales que trataron de ser enterradas con palabras pero no resueltas con ideas. Lo que redunda en una obesidad constitucional, mucho mayor que cualquier otra que hayamos censurado en el pasado. Tomemos en cuenta que la versión original del artículo citado promulgada en 1917 tenía 71 palabras, la reforma cardenista de 1934 se extendió a 368 palabras, la de 1946 elaborada por Don Jaime Torres Bodet asciende a 416 palabras; en tanto que la que se encuentra en proceso de aprobación llega a la escandalosa magnitud de 3,262 palabras, casi una Constitución completa. Es de sorprender la resistencia de los propios actores del cambio a la elaboración de una nueva Carta Magna, hecha con rigor, que nos pondría a salvo de este género de barbaridades.

Recordemos que el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM realizó, hace poco más de dos años, un ensayo de simplificación, por el cual separaba las disposiciones de verdadera relevancia constitucional de aquellas cuyo carácter es reglamentario. Ello revela que las reformas en comento son contrarias a las corrientes contemporáneas del derecho constitucional y en alguna medida al sentido común. Afortunadamente, el Ejecutivo Federal ha ofrecido hace tiempo una reforma integral de la Constitución, que por ahora ha aplazado hasta llegar a la mitad de su mandato.

Al revisar con cuidado el texto vigente de la Constitución, encontraremos que hay artículos del todo obsoletos que podríamos suprimir sin pérdida alguna. Lo que resulta de verdad ilógico es que al promover la modificación de artículos fundamentales incurramos en excesos mayores de los que condenamos en el antiguo régimen. La congruencia conceptual y al final el nuevo orden mental que surge de un cambio verdadero son fundamentales para su éxito y supervivencia.

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