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Opinión

¿Alarmismos?

Jorge Lara Rivera

En un fríamente calculado y certero golpe los enemigos de Arabia Saudita –los hutíes yemenitas que desde el principio se lo adjudican contra toda evidencia, y su telemando desde Teherán, en el Irán de los ayatolás que lo denomina “advertencia”– han destruido la mitad de la capacidad productora de ese gigante exportador de crudo y sus derivados.

Mientras remecidas las bolsas de valores desde Jedda hasta Hong Kong se desploman y los precios internacionales del petróleo alcanzan cifras récord que tuvo hace 18 años (en los períodos de Fox y Calderón en México), los restos recuperados de 17 dronnes y 7 misiles, así como partes componentes de procedencia irania, con los cuales se habrían efectuado los recientes ataques a las refinerías de la petrolera nacional Aramco, presentados como pruebas en la conferencia de prensa por el gobierno de Arabia Saudita exhiben algo más grave que la escalada militar en la zona: su propia vulnerabilidad. Y la estadounidense.

El Reino del Desierto, con ser el estado de mayor extensión en la Península Arábiga, no es el más poblado, ni el más armado frente a rivales veteranos de guerras activas y latentes, aunque para paliar el desequilibrio use su enorme riqueza –ahora en peligro– en pertrecharse y poner al día a sus fuerzas armadas. Su defensa es dependiente en gran medida del apoyo estadounidense, así sea logístico, patente en las bases y tropas norteamericanas acantonadas en su territorio dotadas de armamento ultramoderno. Pero la confiabilidad de esa alianza empieza a resentir fisuras, pues mientras la monarquía saudita exige pronta y ejemplar represalia, proporcional al menos al enorme daño causado a su infraestructura productiva, base de su prestigio, poder e influencia en el mundo musulmán; a su economía –y eventualmente la del mundo–, Washington hace cuentas, “investiga para asegurarse del origen real”, revisa rentabilidades, sopesa costo-beneficio de embarcarse en una guerra cuyas consecuencias podrían derivar en escenarios indeseados incluso si derrotaran pronto a la teocracia persa, lo cual se antoja improbable a la luz de los grandes avances de la industria bélica iraní. Por el contrario Irán ha demostrado ser un aliado fuerte y confiable para Líbano y los milicianos de Hezbollá, así como para los sirios y los hutíes yemenitas.

La oblicua respuesta al ataque contra hospitales hutíes, la eliminación de un dirigente de Hezbollá, la muerte del hijo de Bin Laden y el masivo bombardeo a la isla Qanus en el ancestral río Tigris, en la zona de Salaheddine, provincia central al Norte de Bagdad, en Irak, ha sido a la vez arriesgada e inesperada –tomó por sorpresa a los árabes e igual a Estados Unidos y al parecer, a Israel–, pero el control puede escapársele de las manos a sus instigadores y perpetradores.

En un reflejo capitalista de autoconservación, para ‘control de daños’ Washington ha “autorizado que se use parte de su reserva estratégica nacional para mantener abastecido el mercado internacional”. Pero los bastimentos energéticos estadounidenses no bastarán para calmar en el mediano plazo la voraz demanda de los países industrializados –y menos si estalla una guerra abierta entre Arabia Saudita e Irán, que incluiría ataques a los países productores de crudo rivales del régimen chíita, así como, aun sin ellos, tras el inevitable bloqueo del Estrecho de Ormuz.

Consecuentemente la escasez y el encarecimiento del petróleo desembocarán en una mega crisis económica mundial, mucho peor que la generada por el ‘embargo petrolero’ que los países árabes productores impusieron a las potencias occidentales tras la guerra árabe israelí de 1973 y cuyas afectaciones se padecieron incluso tras finalizar el siglo XX. Exacto como entonces, priorizando los intereses propios de sus integrantes no cabe esperar de la Unión Europea ninguna disciplina con los dictados de la Casa Blanca. Es seguro que presionen a Estados Unidos para contener al reino saudita y contenerse a sí mismo. Y hasta podrían resultar del caso asociaciones inesperadas, pero no inexplicables, suyas con Rusia (gran productor petrolero) en detrimento de los intereses ucranianos, y con Turquía (por el paso del polémico mega gaseoducto).

Coincidencias impensadas en países tan remotos y enemistados entre sí como China, Japón y Corea del Sur, por ejemplo, cuya prosperidad depende en gran medida del suministro constante de combustible importado desde el Cercano Oriente, desaconsejan la opción militar por resultarles inaceptables los costos de tiempo. Es innegable que el margen de maniobra impuesto por Irán tanto a Riyad como al gobierno de Donald Trump es pequeño.

La Casa Blanca trata de convencer al impaciente Mohamed Bin Salman que es mejor masacrar a los hutíes de Yemen. Mas saben que los disparos “provinieron del Norte”. Los sauditas que se sienten desafiados, han probado también que toman sus propias decisiones; entienden el costo, pero están ofuscados. Si no hacen nada, el impacto será terrible: irreparablemente negativo para la credibilidad de ambos y minará su respectivos ascendientes con sus aliados; si atacan, no es exagerado aseverar que la economía global estará comprometida y la seguridad de la región, internacional y mundial en grave riesgo. En el primer caso, por lo pronto, la estabilidad de las monarquías del Golfo Pérsico (Bahreim, Qatar, Emiratos Arabes Unidos, Kuwait) y de la dinastía Al Saúd, estarán en peligro por parecer apocados sus liderazgos ante sus pueblos.

La segunda opción que ya estraga al gobierno islámico iranio a juzgar por las declaraciones de su canciller, podría derivar en una débil rebelión popular contra el régimen teocrático, pero también, por la desesperación de éste ante su inminente derrocamiento, en una ola de terror a través de agencias ya instaladas (Líbano, Palestina, Siria, Yemen –“si me hundo, se hunden conmigo”– al modo del Califato o Edo. Islámico Isis en Siria) contra sus vecinos, pero no sólo contra ellos, sino contra objetivos en Estados Unidos (ya hay llamamientos a los fieles para atacarlos) y Occidente, pero que se generalizarían al mundo.

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