Democracia sin Constitución es despotismo. Como ya lo decía Montesquieu antes de la Revolución Francesa, cuando se quiere cambiar un Estado es precisamente cuando más cuidado hay que tener para no dar rienda suelta al poder que lo reclama todo para sí.
Hoy, el orden mundial y los órdenes nacionales están sometidos a presiones formidables. El síntoma principalmente notado es la crisis de la democracia por el desbordamiento de poderes “fácticos”, de fuerzas internacionales incontrolables desde arriba y desde abajo como el capital financiero o las migraciones.
La gran oportunidad para la extensión y evolución democrática ocurrió cuando al caer la Unión Soviética esa oportunidad fue colonizada por las oligarquías para acorralar mediante el miedo la gran presencia popular a favor de sus intereses.
Al primer entusiasmo que suscitaron las primaveras democráticas le siguió la falta de respaldo mundial.
Hoy tenemos un mundo fracturado en el que se están replanteando los viejos alineamientos que dominaron durante la guerra fría.
De un lado Europa unitaria amenazada por agujeros autocráticos entre sus miembros y un Reino Unido que prefirió mirar hacia atrás.
Estados Unidos consumido en una vuelta sobre sí mismo que lo coloca en el aislacionismo populista y la polarización desbordante.
China se prepara para consolidar su verticalismo político como condición necesaria para la continuación de su expansionismo. Junto con Rusia, su interés principal es el debilitamiento de Europa y Norteamérica y, por ende, de la democracia constitucional o lo que queda de ella.
Es absurdo debatir si está en riesgo el voto de las mayorías, pues las mayorías parecen estar optando por liquidar el lado bueno de las instituciones heredadas.
El constitucionalismo que surgió en la posguerra y que ahora vemos derrumbarse fue, como han sido los grandes momentos constitucionales, un “nunca más” a los crímenes del fascismo; un nunca más a las formas de opresión en que desembocó el desencaminado sueño de Marx y Lenin; un nunca más a la autoridad del pueblo conducida por sus líderes contra minorías en desventaja, como se hizo con los judíos y los gitanos, con los armenios y con los disidentes y críticos; un nunca más contra el sometimiento colonial y las guerras de expansión; un nunca más a la “verdad” y el pensamiento único en el poder.
Esos “nunca más” ahora se desmoronan ante nosotros, castrados ya para resistir a las nuevas formas de horror: el desbocamiento del sistema financiero internacional, la concentración nunca vista de la riqueza en menos del 1% de la población y de la pobreza en más de la mitad de ésta, la corrupción y la impunidad, la destrucción de la naturaleza, el crimen organizado que disputa al Estado el monopolio de la violencia legítima y arrebata medios de vida y la vida misma y, por último pero no al último, la autocratización de la democracia que amenaza a toda contención constitucional.
A las grandes crisis les han seguido el miedo y la defensa contra peligros reales e imaginarios con la consiguiente destrucción de instituciones o la creación de nuevas y más fuertes.
Esta bifurcación, que estuvo presente en los momentos más graves del siglo XX, se nos vuelve a presentar como disyuntiva en el siglo XXI: reeditar los horrores del pasado o reformular, sobre nuevas y más amplias bases, la convivencia humana cimentada sobre el respeto a los derechos humanos.
Un nuevo “nunca más” se está gestando en los intersticios del derrumbe. Hay señales de esperanza, pero están bajo asedio.
Por Francisco Valdés Ugalde*
@pacovaldesu
*Académico de la UNAM