Por Guillermo Favela
Tal como lo explicó el presidente López Obrador es justificada, comprensible y necesaria la extinción de los fideicomisos, medida aprobada el martes en la Cámara de Diputados. En la conferencia mañanera del martes afirmó: “Queremos que se transparente todo lo que tiene que ver con el presupuesto y eso es lo que se está planteando. Vamos a hacer una revisión muy pronto de todos los fideicomisos, de modo que ni siquiera van a esperar un mes los que están recibiendo los apoyos”.
La virulencia demostrada por la oposición conservadora en la Cámara de Diputados contra la iniciativa, pone en tela de juicio sus verdaderas intenciones. No es que les preocupen los afectados por la liquidación de este mecanismo administrativo de recursos públicos, sino que se transparente su implementación en años anteriores. Aprovecharon la malhadada política de austeridad que se puso en marcha incluso antes de la pandemia, para presentarse como defensores de una causa justa: la expectativa de una vida mejor para los pobres de siempre.
Los reaccionarios aprovecharon la coyuntura para erigirse como gestores de los afectados por la austeridad, en riesgo de magnificarse si los recursos públicos manejados por fideicomisos no regresan a cumplir sus objetivos sociales imprescindibles, entre los que destacan los investigadores de la ciencia y la tecnología, así como profesionales de la cultura y el arte, de la educación pública, del deporte de alto rendimiento, etcétera. Pudieron actuar de esta forma porque, como ha sido la norma en este régimen, no hubo una campaña de información a la ciudadanía que la sensibilizara sobre el imperativo de revisar a fondo los fideicomisos para garantizar su transparencia y poner fin a los “aviadores”.
Los costos políticos se están pagando ahora, innecesariamente porque pudieron haberse evitado. La lucha contra la corrupción, comprendida cabalmente por el pueblo, no debió mezclarse con la política de austeridad en el gasto público, una de las peores consecuencias del neoliberalismo, cuya esencia fundamental es precisamente reducir la administración pública con el avieso propósito de ampliar la presencia del empresariado en todos los ámbitos de la economía y las finanzas gubernamentales.
En el año de arranque del régimen de la Cuarta Transformación, lo que más dañó a los sectores populares y las clases medias, fue un constante subejercicio del gasto público en rubros básicos para impulsar el desarrollo, como las actividades primarias y secundarias. La sociedad en su conjunto entendió que había necesidad de obrar con cautela para poner orden a la hecatombe legada por la magna corrupción neoliberal. Pero irrumpió la pandemia del Covid-19 y desfondó la estrategia de la austeridad, pensada quizá para empezar a revertirla el próximo año, de elecciones intermedias.
Ahora el mandatario le apuesta a una carta muy gastada: la inversión privada. Esta no es garantía de cambios positivos para el país, pues la experiencia nos demuestra que no se otorga sin condiciones, siempre favorables a la cúpula empresarial. En la firma del plan de inversión en la conferencia mañanera del martes, a la que asistieron los principales representantes de los organismos cúpula del sector empresarial, fueron muy claros en sus mensajes: “garantizar el estado de derecho donde imperen reglas claras y estables”.
Para reforzar esta premisa, Alfonso Romo, en su calidad de jefe de la Oficina de la Presidencia, ofreció “cero barreras a la inversión privada”. El problema de fondo es que sus “inversiones” no son dinero que pongan de sus bolsillos sino de las arcas de la federación, vía endeudamiento con los acreedores internacionales. Así lo acaba de “recomendar” ayer el Fondo Monetario Internacional (FMI). Mientras tanto, los depósitos de mexicanos en bancos de Estados Unidos sumaron 86 mil 806 millones de dólares, sólo en el lapso de enero a julio, según la Reserva Federal (FED) estadunidense. Las “barreras” ellos mismos las colocan: guardan su dinero lejos.
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