Por Juan Pablo Becerra-Acosta
Este viernes recree el recorrido que realizó la madrugada del miércoles pasado José Rodrigo “M”, un niño de 15 años, hasta que fue detenido con una maleta dentro de la cual transportaba, compactado, el cuerpo de Alessandro, un joven futbolista de 17 años que horas antes había sido levantado y que tenía pocos minutos de haber sido ejecutado, aquí, a unos pasos del Paseo de la Reforma, en uno de los tantos microterritorios de la Santa Muerte que ya existen en Ciudad de México.
Llegué por la mañana a la vecindad de la calle de Magnolia 108, en la colonia Guerrero, alcaldía Cuauhtémoc, en el centro de la capital. Al fondo del lugar policías de investigación hallaron indicios de que ahí habría sido asesinado el joven Alessandro. Cintas amarillas delimitan la zona del crimen, una especie de mazmorra moderna donde peritos hallaron manchas de sangre, según me confirmaron vecinos.
Claro, la madrugada del miércoles, nadie oyó nada. Ni un grito sofocado. Y si lo oyeron, ya lo olvidaron. Nadie vio nada. Fueron cámaras de seguridad, colocadas a unos metros, sobre Magnolia, las que grabaron que una persona salía de la vecindad y que jalaba una maleta rumbo al este, hacia la calle Soto. Caminó 60 metros y se paró junto al enorme altar doble a la Santa Muerte, el cual fue levantado ahí, en la acera, sobre una especie de pupitre con un cajón para guardar velas. Hay gente que pone mensajes. Peticiones. Agradecimientos.
Por ahí pasó José Rodrigo “N”, y quizá se santiguó, como muchos de los que deambulan hoy por aquí, mientras avanzo jalando una enorme maleta negra para recrear el trayecto del niño halcón, el niño sicario, el niño sepulturero. Mientras ando por la banqueta con el velís, la gente desvía la mirada, acaso con miedo de que se trate de otro cadáver.
El policía que vigila Magnolia 108 me interrogó y me pidió que abriera el equipaje:
—Tenemos órdenes de revisar todos los bultos, ya ve cómo anda el barrio. Fíjese: el otro día le digo a un chavito, como de doce años: “Recoge tu basura. ¿Por qué la tiraste?”. Y me dice: “¡No se sienta muy verga, poli!” —suelta una carcajada el agente—. Nomás me dio risa, pinche chamaco cabrón, pero sí, la verdad ya no se puede meter uno ni con los niños, ya no respetan nada.
Se queda en silencio, voltea a ver hacia el interior de la vecindad, hacia la escena del crimen. La mirada ahora es de preocupación: “Ya todo está muy cabrón”, remata.
Aquella noche José Rodrigo “N” continuó hacia el este, rumbo a la calle de Lerdo, donde viró a la izquierda. Apenas dio unos pasos, hasta la vecindad marcada con el número 30, cuando, justo a la 1:10 de la mañana, dos policías que patrullaban por el lugar, observaron al joven “en una actitud inusual”: arrastraba con dificultad la maleta de ruedas. Bajó de la unidad uno de los agentes y el adolescente se echó a correr. Lo detuvieron metros adelante.
—¿Por qué corres? —lo interrogó uno de los policías.
—Llevo un cuerpo… —confesó.
—¿A dónde lo llevabas?
—Al Mercado Martínez de la Torre… —mintió el niño. Según dijo, iba a tirar el cuerpo en el basurero del mercado, pero la realidad es que ese mercado está completamente en sentido contrario a la ruta que seguía, en diagonal hacia el noroeste, mientras que el joven se enfilaba rumbo al sur, hacia Reforma, que ya estaba a 110 pasos. Las hipótesis de los vecinos de esa calle: le habrían ordenado tirar el cuerpo en Reforma para causar conmoción mediática.
Ya investigará la Fiscalía General de Justicia de Ciudad de México, pero el asunto es la descomposición: un niño de 15 años recibe dos mil pesos para deshacerse de los restos de un adolescente de 17 años, cuerpo que traslada en una maleta de terror, aquí, en uno de los tantos territorios de la santa muerte que nos deshumanizan más y más, día tras día, mientras nos habituamos al creciente miedo. ¿Qué hacemos?