Por Jorge Gómez Barata
La COVID-19 ha conllevado la adopción de medidas de restricción nunca vistas. Confinamiento, distanciamiento social, limitación de las libertades de viajes, reunión y movimiento. Las disposiciones ejecutivas han incluido la prohibición de deambular por espacios públicos, pasear, organizar o participar en fiestas, incluidas familiares, suspender rituales religiosos, efectuar bautizos y bodas, así como asistir a clases, espectáculos y competencias deportivas, visitas a establecimientos penitenciarios, hospitales e incluso sepelios.
Para proteger la salud de su población, además de disponer el cierre de empresas, restaurantes, teatros, competencias y festivales, los gobiernos han sido investidos o se han abrogado facultades para suspender temporalmente derechos civiles y humanos y otras prerrogativas establecidas de larga data y que están consagradas en los textos constitucionales de todos los países democráticos.
Aunque en unos pocos lugares, hubo resistencia a aceptar tales disposiciones, por temor al contagio, la enfermedad y la muerte los pueblos de las sociedades más avanzadas, fervorosos defensores de derechos cuyo ejercicio se remonta a las de dos siglos, aceptaron limitaciones que no existían desde épocas feudales.
La pregunta es si con el retorno a la normalidad, cosa que al parecer se hará gradualmente, se recuperarán tales derechos. Algunas veces se ha dicho que hay medidas que “llegaron para quedarse”. En la zaga de la pandemia pueden ocurrir cambios trascendentales en el comportamiento de las personas. Probablemente, nunca más los occidentales utilicen el abrazo como saludo y los besos entre amigos y amigas y a los niños, pudieran limitarse seriamente, tratarse a distancia pudiera convertirse en una regla. No obstante, lo más importante no son los aspectos sociales y culturales, que se adoptaran voluntariamente, sino algunos elementos jurídicos.
Las inevitables limitaciones a los derecho humanos o civiles, con el fin de proteger a la población de la enfermedad, se asimilan mejor cuando se advierte de que se trata de una emergencia que de ninguna manera socava el estado de derecho, se ajustan a los lugares específicos en los cuales tienen sentido y tienen vigencia solo el tiempo estrictamente necesario y las sanciones a quienes la violen se aplican con moderación y estricto apego a la legalidad y con total conciencia de que no se trata de castigar a delincuentes.
El regreso a la normalidad no debería suponer que se desechen hábitos y comportamientos sociales seculares, ni que por vía administrativa se introduzcan prácticas sociales y estilos de vida que conllevan limitaciones de derechos conquistados.
Hacen muy bien los países que, tan rápido como es posible, abren sus fronteras, permiten el arribo de extranjeros, acogen a los nacionales que habían quedado varados, reinician las clases y tratan de retornar con seguridad a la normalidad.
Restablecer la normalidad es cesar cuantas limitaciones a la libertad sean posibles. La normalidad es el regreso a la rutina ciudadana y no la oportunidad para que las autoridades impongan medidas que antes no existían.
Entre las tareas del estado, ninguna es más importante que asegurar el disfrute de los derechos ciudadanos y proveer felicidad. Las personas son más felices en la medida en que son más libres.