Por Pablo Gómez
Los vecinos territoriales donde se confrontan la América europea y la mestiza son países en los que no suelen analizarse las cosas desde un mismo lado. Su frontera, violentamente recorrida hace 173 años, es a la vez geográfica y epistemológica. Se sienten y se entienden las mismas cosas en forma diferente.
En el sur, la idea de independencia y autodeterminación se vino a engarzar con la de no intervención y, después, con la de no injerencia. Esto forma parte de una dialéctica de las relaciones entre México y Estados Unidos, la cual, de tan sabida, ha llegado a ser para los neoconservadores algo superfluo, una especie de decoración nacional.
Cuando Andrés Manuel López Obrador, como presidente, afirmó que iba a esperar para felicitar al presidente electo de Estados Unidos, los viejos conservadores y, sorpresivamente, los neoconservadores que proceden de la izquierda pusieron el grito en el cielo diciendo que los principios constitucionales en materia de política exterior no podían esgrimirse en la coyuntura, mucho menos ante el apresurado aplauso internacional al candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos.
Sin embargo, tales principios, quizá excesivamente subrayados por AMLO, tienen que ver con el injerencismo contemporáneo en la política mexicana. En la elección presidencial de 1988, como en la de 2006, se produjeron unos aludes internacionales de apoyo al resultado oficial de los comicios en momentos en que se exigía el recuento de votos y se documentaban alteraciones en los cómputos, amén de violaciones descaradas a las normas del proceso electoral. Esto es historia y, por tanto, origen.
Decir que el presidente de México felicitará al presidente electo de Estados Unidos tan luego como terminen de contarse los votos y se resuelvan los recursos legales, es lo mismo que se pidió a ese y otros países en aquellas ocasiones, aunque sin el menor éxito. No hay nada diferente en la postura del hoy presidente de México. ¿De dónde viene tanta tribulación?
La nación mexicana existe en dos países. Su influencia en Estados Unidos se expresa en forma cotidiana y, a veces, en la lucha política, como ha sucedido relevantemente el pasado día de elecciones, el martes 3 de noviembre. Pero el gobierno de México no puede hacer lo mismo.
Si se ha de rechazar todo injerencismo desde el norte, en el sur se debe guardar una rigurosa distancia oficial frente a los asuntos en los que se dirime el conflicto político en Estados Unidos. Esto puede disgustar a los neoconservadores que parecían comportarse como militantes del Partido Demócrata, pero se llama consistencia y consecuencia.
Existen otros asuntos muy concretos relacionados con la reciente elección en Estados Unidos vista desde el gobierno mexicano. Uno de ellos es que el actual presidente lo seguirá siendo hasta el 20 de enero de 2021. Mientras, conserva su capacidad de emitir órdenes, resulten o no plenamente legales. La capacidad dañina de la Casa Blanca ha sido muy grande. Es parte de la historia y tenemos amplia conciencia al respecto. El gobierno de México no puede ser fuerte ante el vecino si no toma en cuenta esta realidad.
Es del todo comprensible que el presidente mexicano no haya explicado lo que es capaz de hacer el presidente saliente de Estados Unidos durante el último mes de su mandato, pero tampoco era necesario. Todos lo sabemos, incluyendo a los intelectuales neoconservadores, irritados porque López Obrador no felicitó a Joe Biden el 7 de noviembre, tal como lo hicieron Emmanuel Macron y Boris Johnson, gobernantes del eje europeo de la Alianza Atlántica y cuya relación con Estados Unidos es de carácter estratégico mundial. Esa es una historia diferente. México se encuentra en otro lugar del mundo y en otra situación.
Hay algo más. Las relaciones de México con el próximo gobierno de Joe Biden no serán acarameladas, como nunca lo han sido entre los gobiernos de uno y otro lado, con independencia de quienes hayan estado al frente.
En el tema migratorio, las diferencias entre demócratas y republicanos no consisten en abrir o no la frontera del sur, sino versan sobre el método para regular la llave de entrada; lo mismo ocurre con la política de deportaciones, cuyas cifras record las tiene el gobierno de Barack Obama, en el cual Joe Biden era vicepresidente. En el plano de la defensa del empleo, los demócratas son más duros sobre la apertura de productos manufacturados porque representan orgánicamente a los sindicatos. En lo que toca a la lucha contra el narcotráfico, unos y otros políticos estadunidenses quieren que México selle su frontera, aunque no sepan cómo podría hacerse algo así. En relación con el tráfico de armas, los fracasos de Barack Obama en cuanto a regular la libertad comercial no se debieron sólo a la influencia de la asociación del rifle entre los republicanos sino también hacia no pocos demócratas.
Joe Biden será un presidente débil pero no sólo por su falta de definiciones nuevas de política social y de fiscalidad, sino también por su precario triunfo. Dentro de la norma histórica plenamente vigente con la que los delegados elegidos en los estados designan al presidente, el candidato demócrata obtuvo 306 votos contra 232 de su contrincante, pero con una diferencia de apenas unos 100 mil votos sumados en cuatro estados decisivos, Arizona, Georgia, Pensilvania y Wisconsin, que poseen en conjunto 57 votos electorales. Joe Biden se llevó todos esos grandes electores con décimas de punto porcentual de diferencia en cada uno de ellos, con las cuales superó a Donald Trump en la elección nacional.
Desde México, el respeto de Estados Unidos es pensado con varios componentes principales: no injerencia en asuntos internos; negociación pública y abierta de los temas bilaterales; no utilización unilateral de la fuerza en las relaciones económicas; defensa de los derechos humanos de las y los mexicanos; cooperación en propósitos comunes; cordura ante la política internacional mexicana. Hay muchos aspectos más, pero quizá la mayoría giren en torno a estos vectores.
Estados Unidos vive una profunda crisis de integración nacional porque carece de objetivos comunes, mientras que los dos grandes bandos electorales no tienen tampoco un programa completo, sino definiciones generales. Hay más confusión que certezas. Entre tanto, el ingreso y la riqueza se han concentrado a ciencia y paciencia de una clase política a la que le falta representatividad. Por el otro lado, la opción socialista y democrática, la cual ya es de masas, en especial de jóvenes, aún no alcanza a hacerse presente en la vida política cotidiana del país ni ha logrado integrar a las grandes corrientes que luchan por el respeto a sus derechos: afroamericanos y mexicanos.
Los próximos años podrían ser de encuentros entre grandes conglomerados que fijen un programa básico común. Hay terreno fértil para eso. Entonces quizá los dos países vecinos sean menos antitéticos y empiecen poco a poco a ver desde un mismo punto.