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Opinión

Cuando Donald Trump deje de ser presidente, se convertirá en la fuerza política opositora más formidable que se haya conocido en los Estados Unidos, entre otras cosas, porque de oficio confrontará todo cuanto haga el gobierno federal, lo cual será imitado por sus acólitos colocados en las estructuras de poder en los estados, grandes ciudades y en el sistema judicial.

Durante la Guerra Civil (1861-1865), los estados del Norte poseían una población de 22 millones de personas, frente a nueve en los 11 estados sureños, de los cuales, casi 4 millones eran esclavos. Para la guerra, el sur alistó a casi un millón de hombres, todos blancos, mientras que la Unión sumó a más de dos millones, entre ellos 186.000 negros, todos ex esclavos o descendientes de ellos. En términos estrictamente aritméticos, probablemente Donald Trump cuenta con una base política mayor de la que en su tiempo tuvo Jefferson Davis, presidente de los Estados Unidos Confederados.

 

Nominalmente, Trump cuenta con el apoyo de más de 74 millones de estadounidenses que votaron por él, además de 26 gobernadores republicanos, 52 de los 100 senadores y 193 de los 435 congresistas, 120 de los cuales se aliaron en una reciente demanda judicial que pretendió cambiar el resultado electoral. A esa base política se suman alcaldes, jueces, parte de la prensa, incluidos diarios, revistas, emisoras radiales y cadenas de televisión nacionales y locales y, naturalmente, el propio Trump cuyo activismo es considerable. En el ambiente hay mucho dinero.

 

Quienes temen que la rebeldía de Donald Trump pueda conducir a una guerra civil, no aluden a nada parecido al conflicto que entre 1861 y 1865 tras la separación de 11 de 34 estados, enfrentó al norte y al sur de los Estados Unidos en la Guerra de Secesión. Son impensables un nuevo bombardeo a Fort Sumter y batallas como las de Gettysburg, Pennsylvania, Chattanooga o la Appomattox, donde el general Robert E. Lee  se rindió ante el general Ulysses Grant, poniendo fin a la guerra.

 

Según Jorge Dávila, periodista cubano, analista político de CNN y columnista en The Miami Herald, en todo caso, se trataría de una “guerra civil de baja intensidad”.

 

Obviamente, Dávila acude a un símil, utilizando una categoría surgida en los años ochenta para ser aplicada a países del Tercer Mundo políticamente desestabilizados, donde existían procesos insurgentes o de carácter afín que rebasaban los parámetros de las luchas de clases o confrontaciones nacionales que en ocasiones, como ocurrió en Centroamérica, especialmente en Nicaragua y El Salvador, escalaban hasta convertirse en guerras abiertas, en la cuales se enfrentaban ejércitos y por persona interpuesta, participaban varios estados que aportaron respaldo político, dinero, armas, inteligencia y logística.

Si bien estas particularidades no están presentes en los escenarios norteamericanos, el potencial desestabilizador de la base política forjada alrededor de Donald Trump, que realizará una “oposición de oficio” a todo cuanto pretenda realizar la administración de Biden-Kamala y que con su actuar irresponsable y beligerante reforzará los conflictos raciales, sociales e incluso laborales, puede provocar situaciones violentas que circunstancialmente pueden salirse de control.

 

El caso de Donald Trump es un caso atípico, con más mérito para la psiquiatría que para la politología, pues no se trata de un fenómeno ideológico y ni siquiera político. El próximo expresidente no encabeza un partido ni una corriente política con identidad definida, no posee ideas claras y carece totalmente de programa.

 

Se trata más bien de un inadaptado, un megalómano que está contra todas las banderas y probablemente utilice estas bases políticas y sociales como blindaje para protegerse de las demandas judiciales que vendrán sobre él y, como entramado para relanzarse en 2024 o apoyar un candidato de su mismo perfil. Está por ver hasta dónde Trump es capaz de persistir o hasta dónde el sistema le permite. Allá nos vemos. 

Por Jorge Gómez Barata

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