Opinión

Ultraopia

Uuc-kib Espadas Ancona

Palabra proveniente del latín ultra, más allá, y ops, riqueza, que significa “descomunal acumulación de dinero”. Tiene diversos sinónimos menos utilizados, como Magniargentio, también del latín, magnus, grande, y argentum, plata; Latiargentio, del latín latus, extenso, amplio, y argentum; Megargiria, del griego, megas, enorme, y argyros, plata; Megaplutia, también del griego, megas y ploutos, riqueza; y Archimammonia, del griego archi, superior, y del arameo, mammon, riqueza. El uso de éstos dos últimos es, sin embargo, enfáticamente desaconsejado, por prestarse a ingratas confusiones.

La realidad suele correr más rápido que las palabras, por lo que diversos hechos y fenómenos pueden tardar algún tiempo en encontrar un vocablo que los defina. Creo que es el caso del principal problema económico contemporáneo, la grotesca concentración de la riqueza en un puñado de manos. A nivel mundial, Oxfam estimaba, en 2018, que los 26 individuos más ricos del planeta concentraban la misma riqueza que lo 3,800 millones de personas más pobres del mundo. En México, por su parte, en los veinte años que van de 1995 a 2015, 16 milmillonarios multiplicaron sus fortunas cinco veces, en tanto el PIB per cápita creció en menos de un 1% anual. Las implicaciones sociales de esta desigualdad son brutales, y significan, fundamentalmente, la insatisfacción de las necesidades humanas básicas de una quinta parte de la población mundial. 1,300 millones de personas que no cuentan con suficiente comida o agua, no se diga ropa, educación, electricidad o casa. En nuestro país, 52 millones de mexicanos viven en la pobreza.

La desigualdad es un resultado estructural del sistema económico. Es decir, no hay esta enorme masa de pobres porque algo no esté funcionando como se supone que debe funcionar, sino por el contrario. La concentración de la riqueza es una característica esencial del capitalismo y la más intensamente desarrollada en su modelo neoliberal. En esa medida, el conjunto de las relaciones económicas y de las leyes en que éstas se sustentan operan para lograr una creciente acumulación de capital en microscópicos grupos de gigantescos capitalistas, con el consecuente deterioro económico del conjunto de la población y la generación de amplísimas masa de desposeídos totales. (Esto último, paralelamente, es instrumento básico para que, con un mercado laboral operando bajo la ley de la oferta y la demanda, la mano de obra esté disponible para los dueños del dinero a costos aún más módicos que mantener esclavos). Esta es la naturaleza del sistema y, en consecuencia, como naturales son asumidos sus resultados.

Pero no lo son. Esta distribución de la riqueza es un producto de la sociedad, que también puede producir otras cosas, y en México tenemos una experiencia centenaria al respecto. Antes de 1917, las relaciones económicas, como hoy, naturalizaban el enriquecimiento y la pobreza extremos, teniendo en aquellos años su base en la propiedad de la tierra. Así nacieron los latifundios, el resultado estructural de la concentración del medio principal de generación riqueza de aquellos años en unas cuantas manos. Siendo el núcleo de las relaciones económicas y sociales del país, no era posible mantener el adecuado funcionamiento del sistema y limitar simultáneamente la concentración de la tierra. Y no se pudo. Para remediar el monumental problema social (y económico para la inmensa mayoría de la población) había que cambiar la estructura de la economía misma y convertirla en otra; pero como eso no se pudo por las buenas tuvo que hacerse la Revolución. Después, el latifundio se proscribió, cercenando así el más natural y pernicioso producto del sistema económico, en beneficio del más sano desarrollo de la sociedad.

Hoy estamos otra vez en las mismas. La riqueza ya no se concentra en las tierras, sino en el capital financiero, principalmente, y su formación y crecimiento a costa del bienestar del conjunto de la población es el resultado funcional normal de la economía. Es el momento de plantearse la necesidad de imponer la ley sobre la naturaleza y el funcionamiento regular del sistema económico y proscribir la excesiva concentración del capital. Si el desarrollo social de México en el siglo XX requirió hacer ilegal el latifundio, el del siglo XXI exige prohibir la ultraopia. La exagerada concentración personal de capital, ese proceso normal de la economía, debe truncarse, tal como la concentración de tierras en su momento. El deber de la política hoy es distorsionar severamente el mercado, como único mecanismo para evitar la mucho más grave distorsión de la vida humana, aquella que reduce a las mujeres y hombres a instrumentos de producción de los dueños del dinero, y que deriva inevitablemente en la ruptura, en el mejor de los casos, o en la descomposición social continua y progresiva, en el peor.

No se trata de prohibir la existencia del capital ni del mercado, ni de impedir el enriquecimiento personal, ni siquiera el surgimiento de millonarios. Se trata de asumir, como sociedad, que los principios básicos de cualquier convivencia social humanamente aceptable se quebrantan cuando los bienes materiales, incluyendo el dinero, se concentran en fracciones microscópicas de la población. Se trata, para decirlo ilustrativamente, de preferir tener 16,000 millonarios que 16 milmillonarios. Se trata de que cada gran consorcio pertenezcan a un puñado de ricos, y no que puñados de consorcios pertenezcan a un plutócrata.

Cada de vez en cuando me pregunto qué nivel patológico de ambición tiene que haber en alguno de los señores S cuando luchan desenfrenados por tener más dinero, y me imagino el diálogo del teatro del absurdo que se hacer real todos los días en México. “Dígame, contador ¿a cuánto asciende mi fortuna el día de hoy? ¿¡Cómo que 9 mil millones de dólares!? ¡Que basura! ¿Cómo se puede tener una vida digna con esa miseria? ¡Quiero más! Mucho más. ¿Quién se tiene que morir para que eso ocurra y así la humanidad se eleve a un nuevo nivel civilizatorio? Sea”.

No es sobre esas bases que la humanidad puede aspirar a una mejor vida general. La riqueza desbordada es una enfermedad de la que las sociedades se tienen que curar. No sé a cuánto tendrían que ascender las fortunas para ser ilegales, pero, francamente, desde mi miopía clasemediera, no puedo imaginar que el derecho a tener más de 10 millones de dólares (250 millones de pesos) pueda aceptarse como superior al de tener donde parir un hijo y después darle de comer.

Hemos perdido toda proporción.