Jorge Javier Romero Vadillo
Si ha habido un despropósito descomunal durante la actual pandemia –y vaya que ha habido muchos– ha sido el relativo al uso de las mascarillas tapabocas. Desde enero, cuando se tuvieron las primeras noticias del brote epidémico en Wuhan, China, entre las primeras medidas de salud tomadas, en Taiwán y en otros países asiáticos, estuvo el uso de mascarillas. Cuando la enfermedad comenzó a convertirse en pandemia y la Organización Mundial de la Salud lanzó su alerta mundial, de manera inexplicable insistió que el uso de tapabocas no era recomendable, pues no prevenía el contagio.
Aquel fue el primero de los muchos errores que la OMS ha cometido a lo largo de la mayor crisis de salud desde su fundación. Mientras Taiwán frenaba en seco la diseminación del virus en su territorio, la filial sanitaria de la ONU hacía la vista gorda frente a las advertencias de aquel país, que rápidamente cerró sus fronteras e implantó un cerco a los viajantes provenientes de la China continental, al tiempo que establecía medidas de prevención en su población, la cual rápidamente comenzó a utilizar mascarillas de manera generalizada.
La OMS se negó a tomar en cuenta cualquier advertencia de Taiwán, debido a la influencia de China en su conducción. El país insular es considerado una provincia rebelde por el régimen comunista chino, por lo cual no es reconocido por la mayor parte de los países del mundo, a pesar de que desde 1949 es, en todos sentidos, independiente. Esa consideración geopolítica ha resultado criminal, pues llevó a que se despreciaran las advertencias taiwanesas y sus estrategias de contención. A partir de entonces, el organismo internacional se ha dedicado a dar palos de ciego, con enorme costo para su credibilidad, lo que ha ayudado a Donald Trump en su intención de cortar el financiamiento de Estados Unidos a su operación.
La insistencia de la OMS en desacreditar el uso de mascarillas me resulta inexplicable, más allá de un intento inicial de evitar las compras de pánico que dejaran al personal sanitario sin ellas. El uso de tapabocas como prevención al contagio de infecciones respiratorias ha sido exitoso desde, al menos, la pandemia de influenza que estalló en 1918. En buena parte de los países asiáticos su uso es generalizado y, sin duda, ha sido una de las causas en el éxito del manejo de la actual pandemia, que ha sido contenida con eficacia en muchos de los vecinos de China. El caso de Vietnam es notable y deberá convertirse en objeto de estudio para los epidemiólogos a partir de ahora.
Japón, país de población similar a la mexicana, con niveles de hacinamiento urbano mucho mayores y con intensa relación comercial y turística con China, no reaccionó con medidas de confinamiento obligatorias ni con cierres masivos de su actividad económica. No tuvo el mismo éxito que otros países en el freno al contagio, pero tampoco está viviendo la tragedia en la que nosotros estamos inmersos, en buena medida porque su población tiene costumbres de distancia social arraigadas y porque usan espontáneamente tapabocas ante cualquier amenaza de infección.
La señal de la OMS ha resultado criminal, tal como hoy es reconocido por la comunidad científica. Sin embargo, en México, el leal acólito de la organización mundial, integrado ahora en uno de sus consejos, el inefable Hugo López-Gatell, sólo ha aceptado a regañadientes su uso, después de insistir, una y otra vez, durante meses en que no era recomendable o en que no había evidencia científica sobre su efectividad. Mientras, aquí el confinamiento nunca fue suficiente, debido a que millones de personas tienen que salir a trabajar para ganar el sustento diario y el Gobierno se ha negado a echar a andar medidas de apoyo económico y sigue sin aceptar la urgencia de un ingreso mínimo vital. Durante la llamada “Jornada Nacional de Sana Distancia”, nombre cursi si los hay, la gente que salía a la calle lo hacía a cara descubierta y sólo lentamente, por iniciativa particular y por la más responsable gestión de algunos gobiernos locales, incluido el de la Ciudad de México, empezaron a aparecer las mascarillas en las calles.
La posición de López-Gatell sobre los tapabocas ha costado, a no dudarlo, miles de vidas. Si en lugar de los ridículos muñequitos de la campaña de “Susana Distancia” la Secretaría de Salud hubiera dedicado recursos a proveer y a enseñar a usar los tapabocas, la epidemia no se hubiera diseminado de la manera en la que lo ha hecho. Y la negligencia continúa: la gente en México sigue desdeñando el uso del adminículo y los que lo usan no saben ponérselo porque nadie se los ha enseñado. El nombre mexicano de la prenda contribuye a su mal empleo, pues muchos se dejan descubierta la nariz, ya que sólo es tapaboca.
Hay, además, una actitud cultural en contra del uso de la mascarilla. Cuando al principio del confinamiento decidimos en casa apoyar al comercio local, intentamos ir a la tienda de la esquina, muy bien surtida, a comprar verduras y otros víveres. Sin embargo, desistimos después de que mi pareja, con tapaboca y mascarilla, fue hostigada tanto por los vendedores como por los clientes. La vieron como una arrogante que les tenía asco y no como alguien que los estaba protegiendo de un posible contagio. Si uno sale a la calle en estos días también podrá advertir que son menos los hombres que usan mascarilla, como si fuera de cobardes ponérsela. Nadie les ha explicado que es un tema de protección a los demás, no a uno mismo.
El machismo antimascarilla tiene un paladín en México: el Presidente de la República. Arrogante, sólo se le ha visto con ella a bordo de los aviones, notablemente ahora que voló a los Estados Unidos. Su resistencia ofende, por el aire de superioridad que denota. Se quiere presentar como invulnerable, protegido por sus estampitas y su investidura. A él el virus no lo toca y no va a andar con tonterías de cubrirse la boca (y la nariz). En esto tuvo, hasta hace muy poco, dos socios notables: Bolsonaro y Trump, hasta que al primero le diagnosticaron COVID-19 y al segundo lo venció la evidencia. Y es que los tapabocas reducen la posibilidad de contagio del virus, pero no nos protegen de los bocazas.