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Opinión

Eufemismo encubridor

Por Zheger Hay harb

Ante las protestas que se han suscitado por la sucesión continua de masacres el gobierno, encabezado por el presidente Iván Duque, ha declarado que no puede dárseles esa calificación porque se trata de homicidios colectivos. Es un recurso fallido que pretende cambiar la realidad con sólo darle un nombre distinto.

Eso lo intentó también Álvaro Uribe cuando en su presidencia mandó un memorando a las agencias de cooperación internacional pidiendo que no se usara el término “conflicto armado” y su consejero principal dijo que no había desplazamiento forzado sino que sus víctimas eran migrantes internos.

Es imposible no recordar cuando el jefe paramilitar Carlos Castaño dijo que él no cometía masacres sino “operaciones militares con objetivos múltiples”. La ONU ha establecido que se configura una masacre cuando tres o más personas son asesinadas por un mismo perpetrador. En lo que va corrido del año, según la revista Semana, se han realizado 34 masacres en una ruta del horror que cubre toda la geografía nacional: 34 masacres en 36 semanas.

Las cuentas del periódico virtual Verdad Abierta arrojan 93 en los últimos 20 meses. El periodista Castro Caicedo ha recordado que en siete de los municipios donde se produjeron las 34 que cuenta Semana había ganado el voto por la paz en el plebiscito que ratificaba el acuerdo con las Farc.

El presidente Duque y su ministro de Defensa han tratado de minimizar la gravedad de la situación diciendo que en su gobierno han disminuido los asesinatos comparando las cifras de los ocho años de Juan Manuel Santos con los dos del actual gobierno, lo cual resulta absurdo. La realidad es que una vez desmovilizadas las Farc los hechos de guerra disminuyeron dramáticamente pero como el Estado no acudió a hacer presencia integral en las zonas de donde salió la guerrilla, ejércitos irregulares entraron a ocuparlas.

Varios hechos han contribuido a agravar la sensación de que la situación se ha salido del control del gobierno y éste da pocas muestras de voluntad política para superarla: además de su insensibilidad de emplear el eufemismo de homicidios múltiples, cuando ocurrió la masacre de ocho jóvenes que estaban en un asado, el gobierno negó el transporte aéreo a la Comisión de Paz del Senado para ir a la zona; cuando el presidente visitó el pueblo de donde eran oriundas las víctimas prometió, en vez de justicia y reparación, construir un estadio y al ver la multitud que lo esperaba alzó el puño en señal de victoria sin percatarse de que la gente mostraba los puños con el pulgar hacia abajo en señal de rechazo. Para colmo, en lugar de ir a la población donde ocurrió una de esas masacres, en el sur del país, le pidió al alcalde que fuera a Bogotá a entrevistarse con él: son más o menos 20 horas de carretera.

Resultó fácil notar en contraste que en plena pandemia el fiscal general con su familia y el contralor general fueron en los respectivos aviones de sus entidades a la turística isla de San Andrés a “visitas de control”.

El esposo de la senadora Uribista M Fernanda Cabal, presidente de Fedegán, el gremio ganadero afín al gobierno, alteró una foto para hacer parecer que en el pasacalle que llevaban los jóvenes de Samaniego donde ocurrió la masacre se leía “somos juventudes de las Farc” cuando lo que ponía era “somos juventudes de paz”. Es fácil suponer que donde ya se ha comprobado que actúan actores armados que asesinan jóvenes una provocación como esa puede significar una condena de muerte.

Ante esta cadena de muerte y dolor el ministro de Defensa, en vez de ofrecer la fuerza del Estado para combatir a los responsables, en un gesto de oportunismo político declaró que se iniciará la fumigación con glifosato para combatir las masacres. Cuando ya iba a cerrar esta columna se conoció de una nueva masacre en la que murieron tres personas.

El gobierno está perdiendo cada día más la conexión con la gente que ve cómo se acumulan las expresiones de menosprecio ante las tragedias. El anterior ministro de Defensa de este gobierno, ante las protestas por los asesinatos de líderes sociales, dijo que los mataban por líos de faldas. Por si faltara más irresponsabilidad, el Alto Comisionado de Paz, el funcionario más llamado a buscar la concordia y allanar los obstáculos hacia la paz, dijo que no podía calificarse como masacres las peleas entre bandas de narcotraficantes.

Habría que preguntarle de qué manera se relaciona la masacre de cinco muchachitos que querían comer un poco de caña en un cañaduzal en las afueras de Cali con el tráfico de drogas; qué nexo hay entre estas bandas y la masacre de ocho jóvenes que disfrutaban de un asado antes de volver a la Universidad y qué tienen que ver las mafias del narcotráfico con la masacre de tres niños que iban para su escuela.

Todo esto en momentos en que al ex presidente Uribe, mentor de Duque, lo procesa la Corte Suprema por manipulación de testigos y ese mismo tribunal le adelanta otra causa por posible responsabilidad en las masacres de El Aro e Ituango y el asesinato del defensor de Derechos Humanos Jesús María Valle, quien lo había denunciado. Debe considerarse inocente hasta tanto no se demuestre su culpabilidad en sede judicial, pero las redes sociales se agitan en torno a estos casos en un nivel de polarización tal vez nunca antes alcanzado.

La memoria es terca; ante esta situación hay que recordar una declaración del expresidente Uribe durante su presidencia cuando cada día nos despertábamos con la noticia de una nueva masacre que arrasaba pueblos enteros: “Si la autoridad serena, firme y con criterio social implica una masacre es porque del otro lado hay violencia y terror más que protesta”. No hay más que decir.

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