El único comentario que le mereció al Presidente la toma del Capitolio por parte de los enardecidos seguidores de Donald Trump fue la censura a sus cuentas en redes sociales. Con el argumento de que no se mete en asuntos de otros países y de que la mejor política exterior es la interior, evitó condenar lo condenable. No le gustó que le quietaran sus redes porque, dijo, “no se debe censurar a nadie”. El Presidente tiene un punto ciertamente muy atendible, aunque la discusión es mucho más compleja y profunda de lo que alcanzó a comentar en la Mañanera.
Lo primero que hay que decir es que ninguna libertad es absoluta y que si bien hay quienes pensamos, en esto coincido plenamente con el Presidente, que debemos pugnar por la mayor y más amplia libertad de expresión, siempre habrá límites y, esto no lo dice él, el poder siempre encontrará la forma de limitar la crítica. La misma Constitución mexicana pone límites a la libertad de expresión a casos como el de ayer. Cito el artículo sexto: “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público”. Es cierto lo que dice el Presidente, no se debe censurar a nadie, pero en todo el mundo hay este tipo de límites cuya aplicación es siempre delicada y controversial.
Es difícil decir si fueron los mensajes en redes, la perorata de esa mañana, el contexto general de los discursos y acciones posteriores a la elección o todo junto lo que provocó la violencia, de lo que no hay duda es que fue el propio Presidente quien llamó a sus huestes a la acción. ¿Dónde termina la protesta y comienza la sedición? El límite es gelatinoso, movible y complejo de definir, lo que está claro es que lo que buscaron las empresas fue quitarle de las manos a Trump el arma más importante: sus redes.
Pero el tema de fondo es que las benditas redes son empresas privadas. Nos sumamos a ellas por una decisión personal y cuando los hacemos aceptamos -la inmensa mayoría sin leer ni enterarnos de lo que implica- las reglas de las corporaciones que las manejan. No solo les autorizamos a usar nuestra información personal con fines publicitarios, sino que aceptamos que ellos decidan qué es pornografía, qué es contenido falso (en realidad abiertamente engañoso, porque si se censurara todo lo que es falso en redes sociales solo quedaría el clima y la hora) y qué es un llamado a la violencia. Nos puede gustar o no, pero las nuevos medios, igual que la mayoría de los tradicionales, tienen dueños y tienen la misma compleja relación con la audiencia en la que los intereses de los propietarios y los de los usuarios están en permanente tensión.
Sí, para desgracia del Presidente y de todos quienes creían que habían encontrado en la blogósfera el espacio de la libertad ilimitada, las benditas redes son un maldito negocio.
Por: Diego Petersen Farah