A fines de los años 80 del siglo pasado, con la Perestroika o reestructuración del sistema vigente en la Unión Soviética en marcha, fui encargado de recibir en La Habana a uno de sus operadores ideológicos quien, en el curso de la conversación me dijo: “El pasado de la Unión Soviética es impredecible”. Al tratar de aclarar lo que me pareció un error de la traducción, perdí la oportunidad de callar: “Querrás decir el futuro”. “No, se tradujo bien. Se trata del pasado, el futuro es predecible y, detalles aparte, conocido”.
Tal vez porque el asunto que nos reunía fue despacho con pocas palabras, aquel hombre, uno de los artífices de la “glasnost” (transparencia), dedicó tiempo a tratar de convencerme de la pertinencia de curarse en salud.
“La glasnost, me dijo, que hoy provoca conmociones, se convertirá en lo habitual cuando, establecida la democracia, al gobierno, al partido y a todas las instituciones le convenga más la transparencia que la censura. Es más fácil administrar la libertad de información que impedirla”. Ni entonces ni ahora juzgué sus palabras porque no me correspondía, pero traté de indagar y lo que descubrí fue perturbador.
En efecto era realmente difícil avanzar en el perfeccionamiento de aquella sociedad y en la reivindicación de sus instituciones, sin saldar la deuda contraída con la verdad por la dirección soviética que a lo largo de todo el proceso ocultó a la opinión pública y a las instituciones, incluido al partido, importantes acontecimientos. Aunque la opacidad existió antes y después, fue extrema en los 30 años del período de gobierno de Joseph Stalin.
Lo peor fue que la política informativa y la práctica sistemática de la censura dieron lugar a una especie de “paradigma” que con pocos matices se aplicó en los países que adoptaron el modelo soviético, donde los periódicos y revistas, así como la comunicación social en su conjunto, incluida la que se suministraba a la élites políticas y gubernamentales, se contaminaron con malas prácticas.
El último de los muchos ejemplos de aquellos comportamientos que tributaron al infausto final de aquel modelo socialista, fue el affaire Chernóbil, el mayor accidente en la historia de la energía nuclear que, paradójicamente fue silenciado por Mijail Gorbachov, un adalid de la transparencia, durante semanas.
En estos días en los cuales he vuelto sobre la Crisis de los Misiles y la conmoción que ello supuso para todo el mundo que vivió la angustia de una guerra nuclear, desempolvé una entrevista con Alexander Alexeiev, embajador soviético en La Habana, que siguió desde el primero hasta el último día aquella coyuntura y que, allegado a Fidel y Raúl Castro, cuyas posiciones compartía, con excepcional profesionalismo, armonizó sus opiniones con la obligación de servir a su país, contó lo siguiente:
Pregunta: “¿Entonces cómo fue en su país? En los Estados Unidos la gente estaba aterrorizada, segura de que la guerra nuclear podría desatarse en unos días.
Respuesta: No, no lo creíamos así. En la Unión Soviética, probablemente nadie sabía, o sabían muy poco. Los soviéticos de esa época no sabían mucho. Entonces los americanos actuaron más abiertamente porque tenían sus medios de comunicación. En Cuba conocían más...”
Actualmente cuando los responsables de operar la prensa cubana se empeñan en encontrar un “modelo de prensa” apropiado a los objetivos de la sociedad socialista y tratan de solucionar problemas estructurales y malformaciones heredadas, vale la pena reflexionar sobre el hecho de que no hay nada más revolucionario ni más coherente con el socialismo que la verdad. La verdad no es subversiva, es revolucionaria.