En Jalisco, por lo menos una vez cada sexenio los gobernadores en turno han festejado la reducción de la violencia en Guadalajara para luego ser arrollado por la realidad. Desde los años ochenta, cuando el narcotráfico escogió (o fue invitado) a la ciudad como uno de sus centros de operaciones la convivencia con la clase política y las instituciones de seguridad ha sido discontinua pero constante. La violencia ha tenido, en consecuencia, exactamente el mismo comportamiento.
Cada nuevo Gobierno, estatal y federal, promete erradicar la violencia y dicen en campaña tener la fórmula mágica para acabar con ella. Todos, invariablemente, han terminado ridiculizados cuando se trata de rendir cuentas de la descomposición de la seguridad. Eso sí, todos se rasgan las vestiduras como si efectivamente hubieran hecho algo para erradicarla.
La apuesta de los gobiernos de Jalisco, de tres partidos distintos, los últimos 40 año, ha sido más o menos la misma: buscar a través de acciones u omisiones (estas son más recurrentes) que un solo grupo de la delincuencia organizada tenga el control para evitar así enfrentamientos que generen violencia. Con la excusa de que se trata de un delito federal, ninguno ha intentado cosas, digamos más convencionales, como por ejemplo procurar justicia o inhibir los delitos del fuero común que se cometen permanentemente en el ejercicio de las actividades del crimen organizado.
La ciudad ha cambiado varias veces de grupo dominante, desde el llamado Cártel de Guadalajara de Miguel Ángel Félix, Don Neto y Caro Quintero; el de Tijuana de los hermanos Arellano Félix; el de Sinaloa con Nacho Coronel controlando la ciudad, hasta el llamado Nueva Generación que ha tenido el control lo largo de los últimos años. Así como los periodos de violencia se explican por la confrontación de bandas del crimen organizado en la lucha por “la plaza” los periodos de paz nada tiene que ver con políticas públicas de seguridad, sino con el dominio de un solo grupo y su capacidad de penetración de las instituciones de seguridad y de justicia, tanto estatales como federales.
Pero la principal derrota de Guada- lajara es cultural. El crimen organizado ha impuesto sus formas y normalizado su presencia. El simple hecho de que los policías, los políticos, periodistas y ciudadanos en general hayamos adoptado el lenguaje del crimen organizado habla de este sometimiento. Cuando decimos “plaza” para referirnos una ciudad controlada por el crimen, “capo” o “lugarteniente” para definir quién manda, “levantón” como eufemismo de “secuestro” o “ajusticiamiento” para nombrar un homicidio, evidenciamos el nivel de penetración y mimetización de la ciudad. No existe un estudio, pero si hiciéramos un comparativo del léxico, de la cantidad de palabras que hemos apropiado de la cultura del narco en Guadalajara o Culiacán frente a ciudades como Mérida o Tuxtla Gutiérrez nos sorprenderíamos de la forma en que hemos naturalizado su presencia.
Nos sorprendemos por el eterno retorno de la violencia en Guadalajara, pero seamos honestos: ni gobierno ni sociedad hemos hechos nada para combatir al crimen organizado.
Por Diego Petersen Farah