Ayer, miércoles 17 de febrero, participé en una conversación organizada por México Unido Contra la Delincuencia (MUCD) y el Programa de Seguridad Ciudadana de la Universidad Iberoamericana sobre la militarización, el militarismo y el sistema político mexicano. En el intercambio de ideas, moderado por Carlos Puig, participamos Lisa Sánchez, directora de MUCD; Daira Arana, de Global Thought; Ignacio Cano, de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, y yo. Los cuatro coincidimos en los riesgos enormes que implica el aumento del protagonismo de las fuerzas armadas en la vida política del país, aunque, como insistió Puig, la mayoría de la población del país no solo no advierte el peligro, sino que ve con buenos ojos el despliegue militar.
Pero, ¿por qué hemos vivido este imparable avance en el protagonismo público de las fuerzas armadas durante los últimos tres gobiernos? La posición más común sobre lo ocurrido suele partir de una observación a mi juicio errónea: las fuerzas armadas mexicanas habían dejado de ser actores deliberantes en la vida política desde, al menos, la década de 1950 y fue el Presidente Felipe Calderón el que las regresó al primer plano cuando ordenó su despliegue para combatir abiertamente al crimen organizado, tarea que las fuerzas armadas aceptaron como una orden, pero con incomodidad, pues no correspondían con sus funciones constitucionales.
Desde esa perspectiva, las fuerzas armadas solo habrían cumplido órdenes provenientes de su jefe supremo y su participación tendría solo un carácter emergente, frente a una situación inédita. Sin embargo, en la medida en la que me he sumergido en la reflexión sobre el proceso de militarización he llegado a la conjetura de que ese análisis parte de un error de concepción sobre el papel que jugaron las fuerzas armadas durante la época clásica del PRI y la manera en la que ese papel fue alterado por el fin del monopolio político y el surgimiento de la competencia pluralista.
En la interpretación más frecuente sobre las relaciones político–militares en México a partir de la quinta década del siglo pasado, con la llegada de Miguel Alemán a la Presidencia de la República se habría completado un proceso gradual de desmilitarización, comenzado desde el Gobierno de Plutarco Elías Calles, con el proceso de profesionalización emprendido por el General Joaquín Amaro, acelerado por el pacto político de 1929, del que nació el Partido Nacional Revolucionario, y culminado con la transformación del Partido de la Revolución Mexicana en PRI y la primera candidatura Presidencial oficialista de un civil.
De acuerdo con esta versión, compartida por buena parte de las interpretaciones de la academia politológica norteamericana, México habría sido una excepción en América Latina, pues había completado el proceso de subordinación de las Fuerza Armadas al poder civil, uno de los prerrequisitos indispensables para la construcción de un orden democrático. Sin embargo, como escribí en un ensayo publicado por la revista Nexos en enero de este año, con base en las investigaciones históricas de Thomas Rath, la desmilitarización del régimen del PRI está cargada de mitos y nunca fue completa, pues si bien los generales dejaron de ser competidores por la Presidencia de la República, los militares nunca abandonaron la política: siempre hubo bancadas militares en las cámaras del Congreso, siguió habiendo generales en los gobiernos estatales, los dirigentes del PRI provinieron del Ejército hasta la década de 1960 y las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina siempre estuvieron a cargo de generales y almirantes, por lo que los mandos militares tuvieron voz activa en los gobiernos.
Además, las fuerzas armadas siguieron jugando un papel político relevante durante las décadas del PRI. Nunca se cumplió plenamente con el artículo 129 de la Constitución, pues se utilizó a los soldados para reprimir a los movimientos sociales. El Ejército actuó contra el sindicalismo ferrocarrilero en 1948 y 1960, contra los maestros en 1956 y contra diversos movimientos estudiantiles en los años sesenta, hasta el desastre de 1968. Diversos movimientos campesinos sufrieron ataques militares contra sus movilizaciones y el Ejército jugó un papel central en la guerra sucia contra las guerrillas de los años sesenta y setenta.
El pacto político con los militares también les asignó la tarea de administrar los mercados clandestinos a través de la venta de protecciones particulares y los blindó frente al escrutinio público de sus actividades, pues entre las reglas no escritas de la institucionalidad priista estaba la prohibición de criticarlos en los medios de comunicación, lo que los colocaba al mismo nivel del Presidente de la República. Los altos mandos se siguieron enriqueciendo, como en los tiempos previos del militarismo posrevolucionario, pero sin luz ni taquígrafos. Documentar los casos concretos de corrupción y de complicidad con el narcotráfico no es tarea sencilla, precisamente por el manto protector de la opacidad de sus actuaciones, pero no resulta creíble que las fuerzas armadas fueran un oasis de rectitud y honradez en medio del aparato estatal corrompido del régimen priista.
El error interpretativo de suponer unas fuerzas armadas completamente sometidas al poder civil llevó a que en el proceso de reformas para dar paso a la poliarquía limitada en que vivimos ahora no se incluyera la indispensable reforma militar. Las fuerzas armadas de hoy son las mismas del régimen autoritario. Ni siquiera se reformó la ley para que fueran civiles los encargados de las secretarías de Defensa y de Marina, como ocurre en las democracias avanzadas.
Así, el aumento del protagonismo militar en los últimos tres lustros no ha sido un mero resultado de su involucramiento en tareas de seguridad ordenado por los presidentes civiles y acatado obedientemente. Ha sido, más bien, un proceso de renegociación de su papel frente a una nueva configuración política, una vez periclitada la coalición dominante anterior, de la que formaban parte esencial. Desde el Gobierno de Peña Nieto el General Cienfuegos ya se atrevía a hacer discursos admonitorios dirigidos a los políticos civiles.
En este Gobierno los militares están llenando los vacíos dejados por el desmantelamiento de la burocracia civil, ya no solo en el terreno policiaco. La animadversión de López Obrador hacia los funcionarios de la administración pública lo ha llevado no a reformarla para crear un servicio público profesional y eficiente, sino a sustituir a los cuerpos civiles por militares en ámbitos diversos de la gestión estatal, en sentido contrario de lo que se debería hacer para consolidar un orden constitucional auténticamente democrático. El problema es que cuando quienes tienen las armas controlan el poder es muy difícil que los desarmados lo recuperen.
Por: Jorge Javier Romero Vadillo
SY