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Opinión

Los destronados del universo

Había una vez un ente que creía ser la medida de todas las cosas, el centro del universo y el favorito del Creador. Y aunque haya asuntos que no dependen de la impresión que se tenga de ellos, como por ejemplo que el acero es más duro que la madera, hay otros, en cambio, que son exactamente la idea que nos hacemos de ellos. A estos últimos pertenece lo que el ser humano piensa de sí mismo. Somos lo que creemos ser. Durante siglos dominó la visión geocéntrica de Ptolomeo y, aunque la Tierra no estaba precisamente en el centro exacto del universo, pues las órbitas que él concibió tenían un cierto grado de excentricidad, para los efectos prácticos, todo giraba en torno de nosotros. Así, esta concepción, que ya había aparecido desde la Grecia clásica con Platon y Aristóteles, se extendió mejorada por Ptolomeo hasta el siglo XVI, y el ser humano se creyó ubicado en el sitio de privilegio del orbe. Eran los tiempos en los que también nos considerábamos el pináculo de la creación, forjados directamente por Dios a su imagen y semejanza y, en algunos casos, como en la visión náhuatl, incluso Dios dependía de nosotros pues debíamos alimentarlo. Extremando las cosas para que se calibre su impacto, éramos como los tutores de Dios o, por lo menos, sus criaturas favoritas. Nos observaba, intervenía en nuestros asuntos, se preocupaba por nosotros y le preocupaba nuestra devoción. Había un más allá creado por Él, y nuestro futuro allá dependía de la calidad moral de nuestras acciones. El autoconcepto grandioso que se desprendía de estas creencias empezó a demolerse con Copérnico o, más exactamente, con la llamada Revolución Copernicana. La visión geocéntrica fue con grandes dificultades sustituida por la heliocéntrica y el Sol, al volverse el centro del sistema solar, desplazó a la Tierra y con ella a nosotros a una mera condición de satélite. Y luego, vino Darwin para mostrarnos, también con enormes resistencias que aún no acaban, que éramos producto del azar, de la diversificación o plasticidad de los organismos vivientes y de la adaptación. Nuestro linaje no procedía de Dios, sino de un alambique evolutivo y teníamos por parientes muy próximos a los changos. De haber sido el centro sublime de todo, los seres humanos pasamos a formar parte del montón. El cuento, sin embargo, no paró ahí, pues aún refugiados en la creencia de que una parte de nosotros era importantísima: el alma, nos regodeábamos pensando que pese a todo éramos lo máximo del universo. El alma, sustancia divinal, terminó por convertirse en un epifenómeno, en una suerte de alucinación fabricada por el cerebro que nos hace creer que, además de materia, cuerpo, somos un yo. Ese yo también se desvaneció. Y nos descubrimos siendo unos seres arrojados sin sentido en el mundo y, en la versión sartreana, unas nadas sin siquiera esencia. Nos quedaba, no obstante, la dicha de pasárnosla “bien”, pues —como atinadamente lo apuntara Nietzsche— “el último de los hombres inventó la felicidad”, con sus pequeños placeres para el día y para la noche. Y nuevamente, “un sin embargo” se opuso a nuestros planes: éramos unos seres del montón, en un mundo absurdo a los que cabía la posibilidad de pasársela bien, y queríamos pasárnosla bien… no nos la pasábamos bien: cancelada la trascendencia, en la inmanencia iban mal las cosas: miseria, crisis económica, corrupción, inseguridad y, para remate de nuestras esperanzas, la pandemia. Los seres que alguna vez se consideraron el centro de todo terminaron avergonzados de pertenecer a la especie humana y a sentir más compasión por sus mascotas. Si ya no somos ningún centro, ¿de qué tamaño será el vacío y el sinsentido en el que erramos excéntricos?

 

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