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Opinión

De la conquista a la independencia de México

En marzo de 2019 el Presidente de México envió una carta al Rey Felipe VI de España en la que le decía que pidiera disculpas a los pueblos originarios de México por las vejaciones y arbitrariedades sufridas durante la conquista; la solicitud fue rechazada con toda firmeza y el Gobierno español lamentó que se hubiera hecho pública; más adelante el monarca calificó el tema como anacrónico, pues dijo que no puede juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas.

Es innegable que la ofensa existe, como veremos más adelante, también lo es que los tiempos han modificado la actitud del ofensor contra el ofendido, lo que no impide un acto graciable del soberano.

Felipe VI deshecha el asunto por anacrónico; he ahí la cuestión, la monarquía española es parlamentaria y constitucional, y según su Constitución los poderes residen en la nación no corresponden al Rey, que efectivamente es el Jefe de Gobierno. ¿Por qué el rey y no el parlamento dio una respuesta negativa, soberbia y agresiva a la solicitud presidencial? ¿Refleja los sentimientos del pueblo español hacia los mexicanos o revela un disgusto personal del soberano por la incomodidad que le produjo la petición o se trata de un atavismo de carácter histórico? El Rey puede negarse, abstraerse e ignorar el tópico por considerarlo trivial pero los hechos están ahí, los registra la memoria de la humanidad y la historia no olvida, juzga y en ocasiones duramente, tan es así, que la inteligencia occidental que se ha ocupado de comentarla considera la conquista de América en general y de México en particular, uno de los grandes crímenes que ha sufrido la humanidad.

Desde una perspectiva general, tanto el monarca como el Presidente, se encuentran en lo que Nietzsche llama una descompensación moral, que se plantearía de la manera siguiente: ¿quién entre conquistadores y conquistados es propiamente el “malvado” y quien el “bueno”? Si partimos de la idea de que la historia la escriben los vencedores, la objeción intrínseca al problema necesariamente ha de partir del ojo de los vencidos porque fue a ellos a quienes se les impuso una cultura, una lengua y una forma de pensar ajena a sus raíces originales, por lo tanto, pueden optar entre el agradecimiento y respeto o el reclamo de que se les reconozca. Escribe Hegel en la dialéctica del amo y el esclavo: “Lo que el ser humano desea es ser deseado por otro ser humano… ser reconocido por otro ser humano” (Fenomenología del Espíritu. FCE). Ahora bien, si ambas partes desean superar una relación que en algún momento fue desigual, el gesto de afabilidad ha de provenir del que provocó el conflicto atacando a una víctima no beligerante.

Para ampliar la perspectiva y ofrecer más claridad involucremos la opinión de historiadores y pensadores: Los nuestros han reducido su contribución, en la mayoría de los casos (con excepciones notables), a investigaciones de archivo que aceptan como verdad la crónica de los sucesos escrita por los protagonistas o por sus  intérpretes y la visión de los vencidos; de esta manera, soslayan el problema ya que no discurren, no profundizan, ni aclaran aquello que explique y permita ver, más allá de las apariencias, lo que impulsó a Cortés y sus soldados a la conquista de Tenochtitlán; de ahí que sus relatos resulten unas veces condenatorios y otras justificaciones colmadas de elogios, mistificaciones y fábulas que deforman los hechos reales.

Hoy existe una importante crítica rigurosa para abordar estos problemas que se caracteriza, dice Walter Benjamín, en que el crítico sabe más de los acontecimientos que los propios actores y, que sumada al uso metódico de la duda epistemológica abra paso a nuevas reflexiones, que sin afirmar o negar nada ofrezca evidencias y pruebas suficientes den mayor luz al problema. Hay que considerar también que el pasado se hace más nítido cuando es visto a distancia en el tiempo, pues permite acceder puntos de vista menos prejuiciados, obliga a ser perspicaces y a no creer ilusoriamente que la razón está de nuestra parte porque lo dijo un cronista o algún historiador a quien se adjudica autoridad.

Los españoles, por otro lado, creen agotar toda explicación sobre las causas que condujeron a la destrucción de Tenochtitlán a partir de lo que los cronistas hispanos escribieron sobre los hechos y sus motivos sin preocuparse por esclarecer la objetividad del contenido subjetivo de sus afirmaciones; así aceptan acríticamente y sin profundizar en los relatos de Bernal Díaz, Fernández de Oviedo, López Gómara, Francisco de Vitoria, Sepúlveda, Menéndez Pelayo (destaca su odio a fray Bartolomé de las Casas) y Salvador Madariaga quienes interpretaron los actos homicidas de los conquistadores como “causas justas” derivadas del Derecho natural.

Si se parte de ese Derecho es fácil fundamentar la no culpabilidad del invasor extranjero en  América y en México: Hay un estado de naturaleza y una naturaleza humana, si al hombre que habita un territorio se le concibe en estado de naturaleza y se le niega su naturaleza humana, que fue lo que hicieron los primeros europeos llegados al continente y eso sirvió de pretexto a Cortés, entonces, el territorio del continente americano estaba vacío y sus habitantes eran sólo parte de esa tierra; en consecuencia, se les puede degollar, disparar como se hace con un animal.

Vista la naturaleza del hombre desde la perspectiva del Derecho natural, quien se apoye en él se concebirá a sí mismo como el mejor del mundo y llamará bárbaro al otro, al que no pertenece a su cultura; pensará que su civilización es la civilización y que ésta es la única y quien no la comparta sencillamente no es un ser humano pleno, es el execrable, el maldito al que puede dársele muerte sin ser juzgado.

Para los cronistas y los primeros historiadores de la conquista los indígenas eran el otro, carecían  de alma, no encajaban en ninguna categoría teórica de lo humano; son lo distinto, lo irreductible, lo sin rostro, un simple objeto ajeno al ser de hombres y mujeres concretos; se les concibió entonces como seres inferiores, a los que había que sacar de la animalidad, de ahí que su destino fuera ser conquistados por quienes se arrogaban todos los derechos por su superioridad racial, cultural, técnica y espiritual.

Resumiendo, la ocupación de las tierras americanas se basó en tres argumentos: 1) Desconocimiento de la propiedad indígena sobre sus territorios; 2) Dar por legítimo el derecho de conquista sobre civilizaciones y territorios y 3) Cumplir con la razón existencial del buen católico: la misión de convertir al neófito al cristianismo; que fue el instrumento idóneo para la guerra contra los indios y para lo que siguió después de consumada la conquista: la colonización.

Desde entonces el discurso de los historiadores españoles de la conquista resultan, en su mayoría, apologéticos, panegíricos y elogios sin disculpa, excusa o descarga.

Es necesario agregar que los escritos de los primeros cronistas fueron desde su publicación objeto de atención de los más importantes pensadores europeos, que dieron lugar a opiniones y perspectivas nada gratos al punto de vista sustentado por España.

El primero en analizar la conquista de México fue Miguel de Montaigne, uno de los pensadores mas lúcidos y originales del siglo XVI. Se distinguió por su humanismo y defensa de los oprimidos. Tratando de comprender y sin condenar a los conquistadores muestra su pesar por lo ocurrido en América: “Tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas, tantos millones de gentes pasadas a cuchillo, y la más rica y hermosa parte del mundo trastornada por el negocio de las perlas y la pimienta” (M. Montaigne. Ensayos completos. Cátedra. 2003. III, 6). Sin reprobación, el filósofo francés dice que la humanidad vive según el modelo de ser individual y piensa que los españoles no han aportado más que “supersticiones, esclavitud y exterminio, que no han hecho otra cosa sino daño… sus actos no son más que crímenes. Aquí, son unos bandidos que, guiados por la avaricia, de la que arden, exterminan para satisfacerla un número prodigioso de naciones pacíficas” (IV-6).

Montesquieu, el autor de El espíritu de las leyes, dice: Los españoles “decidieron que los indios merecían ser reducidos a la esclavitud porque se comían los saltamontes, fumaban tabaco y no se arreglaban la barba a la española” (Tzvetan Todorov. Las morales de la historia. Paidós Básica. Buenos Aires 1993).

Jorge Guillermo Federico Hegel, filósofo alemán del siglo XIX y un convencido de la superioridad europea, consideró las acciones de los españoles en el nuevo mundo como el asesinato de una civilización y un crimen de lesa humanidad el homicidio perpetrado contra poblaciones enteras durante las acciones de guerra que se dieron durante la ocupación de nuestro continente. Esto le hace decir a Hegel que América está fuera del teatro del mundo con la destrucción de México y Perú y de su cultura; califica como acto genocida la muerte de gente que se distinguía por su humildad, pacientes y fáciles de sujetar. (Filosofía de la historia. Alianza Editorial. Madrid).

Emil Cioran, pensador rumano que escribió la mayor parte de su obra en francés, escribe: “Ciertos pueblos, como el ruso y el español, están tan obsesionados en sí mismos que se erigen en único problema: su desarrollo, en todo punto singular, les obliga replegarse sobre su serie de anomalías”. Para el caso español escribe: “Pensad en el frenesí que desplegó en su búsqueda del oro, en su desplome en el anonimato, pensad después en los conquistadores, en su bandidismo y en su impiedad, en la forma en que asociaron el evangelio al crimen, el crucifico al puñal…Mientras fue fuerte destacó en la matanza, a la que aportó no sólo su gusto por lo aparatoso, sino también lo más íntimo de su sensibilidad” (E.M. Cioran. La tentación de existir. Taurus. 1979). Continúa Cioran, España, “una civilización que al cabo de su recorrido, de feliz anomalía que era pasa a marchitarse en la regla, se disputa con cualquier nación, se revuelca en el fracaso, y convierte su destino en único problema. De esta obsesión de sí misma, España ofrece el modelo perfecto. Después de haber conocido, en tiempos de los Conquistadores, una sobrehumanidad bestial, se dedicó a rumiar su pasado, a machacar sus lagunas, a dejar enmohecer sus virtudes y su genio”. (E. M. Cioran. Contra la historia. Tusquets Editores. 1983).

La agresividad de España dio lugar a una transformación de las mentalidades y prácticas de toda Europa. Durante los tres siglos siguientes impulsó como nunca el comercio y la ganancia y, en consecuencia, la expansión Occidental a escala planetaria. El sujeto de esta nueva situación se distingue por su ambición y astucia conseguida a costa de hombres que perdieron la vida, sus territorios y sus riquezas y a quienes es necesario reivindicar con un perdón y una disculpa como simple obediencia a la ley de la Historia, pues lo merecen como sujetos plenos que han sabido prescindir de un señor exterior.

Las racionalizaciones que España haga de los hechos pueden ser, en muchos casos, razonables, pero no son la verdad; tampoco existe una Verdad, pero hay que seguir buscándola a fin de llegar a comprender lo que sucedió. (CONTINUARÁ).

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