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Opinión

Antivacunas

El mundo se divide en dos: pro vacunas y antivacunas. Habrá quienes argumenten, con razón, la existencia de un tercer grupo, los relegados de siempre, los pobres entre los pobres cuya magra información y su necesidad de supervivencia, hoy, mañana queda lejos, les impide cavilar, si acaso saben de ellas, acerca de los pros y contras de las vacunas. Limito mis reflexiones al movimiento antivacunas. Movimiento es palabra adecuada: agrupa, aunque las razones sean disímbolas, a incontables personas. El quid es negar: negar lo innegable. Innegables son dos grandes aportaciones: entubar el agua y elaborar vacunas son los mayores descubrimientos a favor de la salud humana.

Los movimientos antivacunas son viejos. Nacieron, homo homini lupus, a partir de la primera vacuna; en 1796, Edward Jenner desarrolló la vacuna contra la viruela. A pesar de las muertes por la infección y su posible eficacia, grupos religiosos sembraron discordia. Dos siglos y dos décadas después los reclamos de los antivacunas siguen vivos; si bien pervive homo homini lupus, es imposible aparcar el desasosiego, ¿por qué no convence  el conocimiento acumulado?, ¿por qué no permea un poco la ciencia en grupos creacionistas o en fanáticos sordos rendidos a los pies de los trumps?; no penetra y no permeará a pesar de las numerosas evidencias a favor de la vacuna contra Covid-19: cuarenta por ciento de los miembros del partido republicano se oponen a su aplicación.

Noticias falsas e Internet desinforman y ganan la batalla. La situación —la realidad— es lamentable: no hay encuestas, y no las habrá, del número de personas antivacunas que modifiquen su actitud tras leer o escuchar los argumentos científicos y sociales a favor de su aplicación. De nada, acongoja siquiera pensarlo, han servido las advertencias de la Organización Mundial de la Salud; en 2019, tras los brotes de sarampión en Europa, secundarios a la falta de vacunación, la OMS afirmó que los movimientos antivacunas eran una de las mayores amenazas mundiales contra la salud; ese año 50 mil casos de sarampión fueron reportados. Los antivacunas son anticiencia. Desdeñan hechos irrefutables. El sida como ejemplo; a pesar de que existen medicamentos, cuando hay dinero para controlarlo, hoy, cuatro décadas después, seguimos sin vacuna.

Lo que han logrado los antivacunas, gracias a sus innumerables páginas y millones de seguidores, se debe a las redes sociales/fecales; han creado una suerte de desinformación organizada, donde publican sandeces tales como la presencia de microchips y de embriones en las vacunas; los primeros posibilitarían el control de masas y los segundos contribuirían, así lo proclaman, a incrementar la ira de Dios. Amén de los microchips y los argumentos religiosos, los anti/anti basan sus creencias en su fe hacia la medicina alternativa, en sus miedos por los efectos secundarios de las vacunas incluyendo las supuestas alteraciones en el sistema inmunológico, en su enojo contra la industria farmacéutica por los costos de la vacuna —aunque en el caso de COVID-19  sea gratuita—, y en su desconfianza, como sucede con grupos indígenas, contra los Estados gobernados por población blanca.

No vacunarse es una irresponsabilidad. No hacerlo incrementa los costos sociales y económicos por hospitalizaciones. No aplicarse la vacuna atenta contra la salud pública. No hacerlo aumenta la propagación del virus. Quienes no desean vacunarse deberían hacerlo, no por ellos, sino por responsabilidad y amor hacia sus congéneres.

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