¿Dónde estabas el 11 de septiembre de 2001? Imposible olvidarlo. Para los que no vivimos las dos guerras, fue el primer suceso real de nuestras vidas. Suceso verdadero, absoluto. El escritor Macedonio Fernández había hablado de una “huelga de eventos”. El 11 de septiembre de 2001 la huelga se levantó. El suceso ocurrió en dos planos, el real y el simbólico; como hecho empírico, la destrucción y la muerte, pero también como percepción del hecho, el miedo y la incertidumbre; la realización absoluta de que el mundo no sería igual. Ya no era igual.
La destrucción de las torres gemelas fue el evento cúspide de la televisión. Para la gran mayoría de la humanidad que no presenció el suceso en persona, fue la televisión la que condensó la simbología del acto. La televisión simplifica y resume a través de lo espectacular, compensa la complejidad a través de una teatralidad reductiva. Si la radio y los periódicos tienen que sintetizar, la televisión abrevia la síntesis, la condensa en algo más poderoso aunque por ello más difuso: la imagen.
Nada más sintético de nuestra era que una imagen de dos aviones estrellándose contra los símbolos más opulentos del poder. Nada más claro y nada más confuso. ¿Cuántas películas no habían imaginado una catástrofe así? ¿Cuánto se había gastado en efectos especiales? Y de pronto ahí estábamos, en una realidad indisociable de su ficcionalización, como si imaginarla tantas veces la hubiera hecho posible, con un presupuesto más bajo, pero infinitamente más costoso.
Decía Baudrillard que el acto pareció más un suicidio que un ataque; un suicidio asistido. El poder se derrumbaba ante su propio e insostenible peso. Sin embargo, más allá de eso, y en palabras del filósofo francés, lo que observábamos perplejos era solo nuevo en el mundo físico, su confabulación había ocurrido muchas veces en nuestro imaginario colectivo. Un suceso que todos habíamos soñado, deseado de alguna forma, “son ellos quienes lo hicieron, pero somos nosotros los que lo hemos deseado”.
Es fácil caer en la tentación de analizar las consecuencias del suceso desde el acto, pero es en lo simbólico donde está la llave del mundo que se abrió. En lo obvio, lo terrenal, las dos guerras fallidas, Iraq y Afganistán; las imágenes casi burlonas de los talibanes regresando al poder, los 20 años de nada, la derrota. Los atentados del 11 de septiembre solo existen en una era de vigilancia visual; leerlo en los periódicos, escucharlo en la radio, no hubiera tenido significancia. Fue esa imagen, ese video, producto de las cámaras que nunca se detienen, que nunca se apagan, el que permitió entender toda la magnitud de lo sucedido.
No es sorprendente que el mundo que llegó fue un mundo que partió de ahí, de la noción generalizada de que para evitar y al mismo tiempo atestiguar todas las futuras catástrofes teníamos que tener más cámaras prendidas por todos lados. La paradoja. Lo que lo evita también es lo que lo produce. De pronto la noción de vigilarnos todo el tiempo adquirió legitimidad. Era necesario. Las democracias construidas de luchas libertarias, de discursos rampantes contra los sistemas vigilantes, adquirieron de buena gana sus costumbres. El nuevo mundo debía suprimir la privacidad, porque la intimidad y la privacidad habían permitido imaginar la destrucción, y a la vez la destrucción -de alguna forma anhelada- no era posible desde la intimidad. Veinte años después de haber traicionado su propio espíritu, las democracias se sorprenden al encontrarse tan debilitadas.
La lógica detrás es perversa: fue la libertad, la creatividad, la falta de control, la que permitió el 11 de septiembre; ahora es momento de asumir las consecuencias, de vigilarnos unos a los otros, de auto-vigilamos, controlarnos, no hacer nada disruptor, no decir nada incorrecto, no volver a pensar nada inmoral; eso evitará futuras tragedias, pero mientras tanto tenemos la cámara prendida esperando ansiosamente el próximo gran suceso.