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Opinión

Hasta el siglo XVIII, en Europa y sus colonias los monarcas, cabezas visibles de la realeza, eran los soberanos, los demás súbditos, sin derechos, presencia ni participación. La nobleza era una clase parasitaria que gobernaba a perpetuidad y por herencia, de modo unipersonal, arbitrario y violento con exclusión de todos los estamentos sociales, excepto el clero, cuyas jerarquías eran parte del andamiaje del poder.

Todo cambió cuando en aquella centuria las revoluciones reivindicaron a los pueblos y entronizaron la democracia. Desde entonces, los pueblos y no los monarcas, como tampoco los presidentes y primeros ministros fueron los soberanos, llamados “mandatarios”, no porque manden sino porque son depositarios de un mandato que el pueblo les ha entregado y que rige por períodos de tiempo preestablecidos.

Desde entonces, al menos doctrinariamente, los pueblos y paísestienen gobiernos, no al revés. En Estados Unidos y Europa la democracia avanzó con éxitos variables relevantes, contribuyendo poderosamente a la estabilidad política, el crecimiento económico y el progreso general. Donde el presidencialismo fracasó, salvo contadas excepciones, fue en Iberoamérica donde, concluidas las luchas por la independencia, las repúblicas fueron asumidas como botín por las burguesías y las oligarquías criollas, los militares y el clero.

Tampoco las extraordinarias virtudes que la convierten en la más importante categoría política conocida, la democracia no pudo impedir el caudillismo, la implantación de dictaduras y el desarrollo del imperialismo, el auge del colonialismo ni el surgimiento y crecimiento del militarismo y del nazi-fascismo, así como de otras variantes del autoritarismo.

Si bien la soberanía popular, los comicios, la separación de poderes y el estado de derecho, en los límites y con las imperfecciones que presentan en cada lugar, son conquistas magníficas, ninguna es tan relevante como el establecimiento de los derechos de los ciudadanos, base y fi n de toda la institucionalidad, ejes del progreso y la paz y sin los cuales nada es posible.

Los ciudadanos son todo: son los pueblos y sus estamentos, las clases y capas de las sociedades, son visibles en las más encumbradas jerarquías y en las más humildes presencias, ellos lo hacen todo; producen en las fábricas y labran la tierra, enseñan y aprenden en escuelas y universidades, dan vida a las ciencias y crean las manifestaciones culturales, son ministros y labriegos, hombres y mujeres y personas sexo-diversas. Los ciudadanos son la columna vertebral de las naciones y los estados nacionales.

Los derechos de los ciudadanos son la más grande prerrogativa jurídica, política y humana existente y su vigencia es la primera obligación de gobiernos y administraciones.

Los ciudadanos tienen todos los derechos, entre ellos a apoyar, oponerse y pensar diferente, ratificar y disentir, aplaudir y protestar y su protección es el cometido esencial de las fuerzas del orden. Los derechos de los ciudadanos no están mediados ni matizados por credos, ideologías o militancias políticas.

Los derechos ciudadanos preceden y presiden todos los derechos.

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