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Opinión

De la Conquista a la Independencia (3)

“Los que quedaron”

Toda colonización es vivida por los colonizados como un trauma cuyas secuelas pueden durar siglos. La planetización de la vida de los hombres modernos es un proceso consumado que involucra a Occidente y los pueblos no europeos en una relación asimétrica que ubica, por un lado, a los dominadores, en el otro a los dominados.

Los oriundos de países con pasado colonial tenemos la obligación de pensar y revisar críticamente lo que nos fue inculcado: prejuicios, convencionalismos, recelos, ideas, creencias y aprensiones que condicionan el comportamiento y que, en los hechos corresponden, no al espíritu de una nación autónoma e independiente, sino a la visión que de los autóctonos tenía el colonizador.

Estamos obligados, por nuestro bien, a desaprender todo lo que nos fue impuesto para una mayor humanización de nuestras relaciones comunitarias. Alcanzaremos la madurez cuando como pueblo y como seres humanos seamos capaces de mirarnos a nosotros mismos y reconocernos.

De esa manera romperíamos con el narcisismo propio de los “linajudos” que se miran al espejo y no ven reflejada su figura, sino su ascendencia extranjera, posición social y cultural o un pasado que no es el suyo. Si supieran que para el europeo o el español somos indígenas sin importar el árbol genealógico, la riqueza o los títulos universitarios que exhibamos.

En 1961, Jean Paul Sartre escribió en el prólogo a los Condenados de la tierra de Franz Fanon (FCE. México. 1963): “No hace mucho tiempo la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, 500 millones de hombres y mil 500 millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre aquellos y estos, reyezuelos vendidos, señores feudales, una falsa burguesía forjada de una sola pieza servían de intermediarios como madres, en cierto sentido, la élite europea se dedicó a fabricar una élite indígena… se les marcó en la frente con hierro candente, los principios de la cultura occidental esas mentiras vivientes ya no tenían nada que decir a sus hermanos”.

Europa toda y en particular España se expandieron por el mundo cometiendo actos espantosos, horribles, monstruosos no con el designio de civilizar, culturizar o infundir en otros pueblos la caridad cristiana. Ellos estaban convencidos de que su destino era convertirse en grandes naciones, y si era posible, en imperios.

Después de 500 años las metrópolis alcanzaron los fines a que aspiraban: logros científicos y tecnológicos, grandes ciudades colmadas de confort y abundantes satisfactores, riquezas inimaginables y poder sobre el mundo; en tanto los colonizados se quedaron con la pobreza, el atraso, hambre, enfermedades, sobrepoblación, miseria y necesidades elementales imposibles de resolver.

El éxito de los colonizadores choca con los fracasos e intentos fallidos de los colonizados para superar ingentes problemas. Hoy esa asimetría ha dividido a estos dos mundos que navegan en un mismo barco en campos hostiles e inasequibles donde toda cooperación, a no ser que favorezca al fuerte sobre el débil, está negada.

Para nosotros, resulta muy peligroso no ser necesarios. Sólo importamos porque nuestra fuerza de trabajo es barata, somos abundantes en materias primas y, pese a nuestra pobreza constituimos un mercado.

Una mirada retrospectiva debe fomentar la reflexión sobre la propia condición porque no debemos permitirnos la indiferencia. Como afirma Octavio Paz, Mesoamérica era un mundo histórico formado por pueblos, naciones y culturas autónomas, con tradiciones propias a punto de ser absorbidas por el Imperio azteca (Octavio Paz. El laberinto de la soledad. FCE. 1959). Había una civilización, no una sociedad primitiva habitada por bárbaros. La España que la conquistó no nos acercó a la modernidad que más tarde desembocó en la globalización pues era una nación cerrada que había renunciado al porvenir; sus instituciones, dirigentes y hombres eran medievales.

Para evitar problemas en la Nueva España durante los 300 años que duró la colonia se tomaron medidas para que la modernidad no se convirtiera en un inconveniente que alterara el statu quo americano ¿Qué se entendió por modernidad en esos siglos? En el siglo XV: el Renacimiento; en los siglos XVI y XVII: la   Reforma religiosa alemana y en el siglo XVIII: la filosofía de la Ilustración y la Revolución francesa. ¿Qué opone España al Renacimiento? El catolicismo acendrado, el misticismo y la Inquisición; a la Reforma responde con la Contrarreforma, una vuelta conservadora a las tradiciones del catolicismo; a la filosofía de la Ilustración que pugna por la liberación del hombre de su incapacidad para servirse de su inteligencia y sin tutela de ningún tipo, el absolutismo; a la Revolución Francesa, la ley del silencio para evitar contagios, la prohibición de libros “subversivos”, noticias y la denuncia de los revolucionarios.

A los colonizadores los caracterizó también una voluntad de ruptura total con la civilización prehispánica; se exterminó a la clase sacerdotal, depositaria del antiguo saber indígena, a gobernantes, comerciantes y otros notables; sobrevivió el indígena común que fue entregado en encomienda a conquistadores y colonos. La Encomienda era también una institución medieval de tiempos de la guerra contra los moros. Los encomendados trabajaban en el campo y en las minas para sus amos; la Corona recomendaba, basada en las Leyes de Burgos (1512) un trato justo para los encomendados, en principio se ignoraron, cuando en 1549 una cédula real prohibió el trabajo forzado era demasiado tarde; la extenuación y las epidemias habían acabado con millones de hombres y los nativos estaban a punto de la extinción. El trabajo esclavo fue substituido por el tributo.

El nombre de Nueva España a las posesiones españolas en Mesoamérica no fue gratuito, desde un principio se alimentaba la intención de establecer en el mundo colonial una copia fiel de España, no había que crear nada ni buscar, mucho menos inventar; todo debe ser un reflejo de lo español, de ahí que pese a las muchas crisis que sufre la Colonia ninguna toque las raíces del régimen; “de arriba hacia abajo”, dice O. Paz, “sus formas sociales, económicas, jurídicas y religiosas son inmutables. Sociedad regida por el derecho divino y el absolutismo monárquico, había sido creada con todas sus piezas como un inmenso, complicado artefacto destinada a perdurar pero no transformarse” (ibid.).

Pero nada es para siempre, el mundo colonial cerrado sobre sí mismo empieza a resquebrajarse.

Los criollos, hijos de peninsulares nacidos en la Nueva España odiaban a los indios; por su lugar de nacimiento, eran, a su vez odiados por los españoles; los mestizos, hijos de español e india eran odiados por ambos; pasaron décadas antes de descubrir que pertenecían a un mismo territorio que más adelante sería una nación y, por tanto, su patria; quienes tuvieron la lucidez de vislumbrar esta posibilidad como Carlos Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Fray Teresa de Mier y Francisco Primo de Verdad justificaban teóricamente no sólo la separación de la vieja España, sino la destrucción de la Nueva (Octavio Paz. El ogro filantrópico. Joaquín Mortiz. 1979).

La perspicacia visionaria de estos proto-revolucionarios concluyó con la independencia de México, ésta nueva nación no fue criolla, sino mestiza; tampoco fue Imperio, sino República; no fue rica ni boyante, sino más bien pobre. El 16 de septiembre de 1810 la “chusma” dejó de ser difamada y motivo de burla para convertirse por un tiempo (10 años) en sujeto de la Historia. El 28 de septiembre de 1821, Juan O’Donoju firma en Córdova, Veracruz el Acta de Independencia del Imperio Mexicano: “La Nación Mexicana que por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido. Los heroicos esfuerzos de sus hijos han sido coronados; y está consumada la empresa eternamente…”.

A tres siglos de esa fecha los resultados no muestran ninguna correspondencia con las ideas de libertad e independencia plasmadas en ese documento; todo se agotó en sublimes ideales.

Es el momento de preguntarnos si durante el tiempo transcurrido hemos materializado alguna práctica existencial como forma de vida para alcanzar en estas tierras la justicia social; no la Justicia con mayúsculas sino actos justos que tengan que ver con el prójimo y no con la prevalencia de uno mismo. Pues cuando ni el mundo ni la vida pueden garantizar a un pueblo una satisfacción auténtica, nada de lo que se haga será símbolo de libertad e independencia. El reto está lanzado.

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aarl 

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