Las conmociones sociales, en particular las guerras, pueden conducir a resultados trascendentales e inesperados. Adolfo Hitler no podía calcular que su invasión, en lugar de destruir a la Unión Soviética la convertiría en una superpotencia y la haría aliada de Estados Unidos. Tampoco Japón, al atacar a Estados Unidos e involucrarlo en la II Guerra Mundial, podía sospechar que la contienda reforzaría su liderazgo mundial.
El trazado de las áreas de influencia en Europa realizado por Winston Churchill y Joseph Stalin, del cual el gran beneficiario resultó ser Estados Unidos, convirtió a Europa Oriental en apéndice de la Unión Soviética, proporcionándole seguridad a sus fronteras y proyección internacional, mientras dejó a Europa Occidental indefensa frente a la URSS a la cual ningún país del llamado Viejo Continente, ni todos juntos, podían equilibrar militarmente.
La indefensión y el peligro de expansión del comunismo, obligaron a Europa a poner su seguridad y su defensa en manos de Estados Unidos, un ente no europeo, alejado de ella y con sus propias agendas. Algo así no sólo nunca había ocurrido, sino que resultó irreversible. Norteamérica, que no planificó tal desenlace, lo aprovechó. Al impedirle (excepto a Gran Bretaña y Francia), desarrollar el arma nuclear, y aconsejar a los demás países no lo hicieran, Europa se hizo dependiente del paraguas atómico de Estados Unidos.
Con la creación de la OTAN, Estados Unidos logró que el asunto más importante, el de la guerra y la paz, fuera manejado por la OTAN, una organización controlada por ellos, suplanta a los gobiernos y los parlamentos europeos. Hoy mismo ir a la guerra contra Rusia y desatar la III Guerra Mundial o algo parecido, no está en manos de los gobiernos ni de los parlamentos europeos, sino de la OTAN que responde a Estados Unidos.
Naturalmente esta condición ha tenido y tiene para Estados Unidos enormes costos económicos y conlleva extraordinarias responsabilidades políticas que, obviamente valen la pena. En las dos guerras mundiales, Estados Unidos le ha sacado las castañas del fuego a Europa, y durante la Guerra Fría la protegió, al contener a la Unión Soviética y todavía, en el ámbito militar responde por su suerte.
Contener a la Unión Soviética no fue para Estados Unidos un cometido excesivamente difícil porque la estrategia de la URSS para alcanzar el predominio mundial no se basaba en conquistas militares sino, en la convicción de que la superioridad de sus ideas, su difusión a escala planetaria y su sustentación en el movimiento comunista y obrero internacional, sumadas a la emulación pacífica producirían una transición al socialismo y el comunismo.
Esa perspectiva surgida de una errónea lectura de los textos de Carlos Marx y la ideologización de la política, dieron a ese credo categoría de dogma. Los líderes comunistas, comenzando por Vladimir I. Lenin, no fueron hipócritas ni demagogos, sino personas que creyeron firmemente lo que predicaban. Uno de sus errores capitales fue creer sus propias fantasías acerca de la “revolución mundial”, la inevitabilidad del socialismo a corto plazo” y hacerlo de un modo absoluto tan rotundo que, en parte, en sectores de la izquierda mantiene alguna vigencia.
La ideología blinda el pensamiento político avanzado, lo hace impermeable a cualquier influencia, pero también inflexible. La misma coraza que lo protege de influencias extrañas, le impide enriquecerse. La demonización de las categorías de revisionista y reformista fue un nefasto resultado que excluyó toda posibilidad de innovación.
Asumidas como credos, las ideologías anulan la dialéctica y vuelven estéril incluso las mejores ideas, convirtiendo principios políticos en dogmas. Llegado a este punto nada importa excepto el credo. Tal deformación explica fenómenos como el estalinismo que desnaturaliza al socialismo y el marxismo.
El actual momento político con su formidable acumulación de cultura y civilización, pudiera ser el umbral de cambios trascendentales que, cosa extraña, pudieran venir de la razón, sino de la fuerza. Rusia, que carece de una filosofía política innovadora (como tuvo la Unión Soviética) -que económicamente no supera a California y se equipara con México-, que no cuenta con aliados, pudiera convertirse en catalizador de cambios que nadie pueda asegurar que serán para mejor.
Tres mil años después, para tomar un período conocido, la humanidad regresa al punto de partida. Como no hace mucho, la fuerza pudiera ser otra vez el agente del cambio. Una vez se dijo: “Los bárbaros que conquistaron Roma pudieron destruir un mundo que eran incapaces de sustituir”. La historia puede repetirse.