La OTAN es un Superman con pies de barro. Fundada en 1947 por 12 países de Europa más Estados Unidos y Canadá, no tiene bases ni fuerzas militares propias, no fabrica armas y sus tropas son las de los países que la integran, aunque no todas, sino la fracción que los Estados colocan bajo el mando unificado. La OTAN no traza las políticas ni las doctrinas militares de los países miembros, sino a la inversa y no asigna armas nucleares.
En 1952 se sumaron Grecia y Turquía, la República Federal de Alemania, en 1955; España, en 1982; Hungría, Polonia y la República Checa, en 1999; en 2004 se adhirieron Bulgaria, Eslovenia, Eslovaquia, Estonia, Letonia y Lituania, y en 2009 lo hicieron Albania y Croacia. En 2017 se incorporó Montenegro. El último país en entrar fue Macedonia, en 2020. Actualmente la integran 30 naciones ¿Qué pasaría si fueran 31?
Las bombas atómicas fueron utilizadas en 1945 por Estados Unidos y, desde entonces, otros ocho países las han adquirido, pero ninguno las ha empleado, incluso todos se han integrado a la moratoria y la prohibición de las pruebas nucleares. Nada hace pensar que esa conducta de responsabilidad nuclear pueda cambiar a corto plazo.
Al concluir la Primera Guerra Mundial, mediante el Tratado de Versalles (1919), en las relaciones internacionales se introdujo la práctica de garantizar la seguridad de los vencedores promoviendo el debilitamiento de los vencidos. Entre decenas de medidas, Alemania fue privada del 13 por ciento de su territorio, vastas regiones fueron desmilitarizadas, el ejército alemán se limitó a 100 mil hombres, se confiscaron las armas pesadas, se le prohibió poseer grandes buques de guerra y submarinos y se le impuso el pago de reparaciones por 269 mil millones de marcos de oro.
Durante la Guerra Fría, al no poder influir en el debilitamiento de los Estados Unidos que era el único adversario que podía quitarle el sueño, la Unión Soviética basó su seguridad nacional en la elevación de su propio poderío. De eso se trató la búsqueda de la “paridad nuclear” alcanzada en los años 60, mientras los países europeos, incapaces económicamente de participar en la carrera armamentista, especialmente nuclear, se colocaron bajo la sombrilla de Estados Unidos.
En los hechos, el desarrollo de la técnica coheteril, al frente de lo cual -al parecer- marcha Rusia, y que incluye además de vehículos de reentrada que pueden orbitar el planeta y regresar y los misiles ultrasónicos que superan la velocidad del sonido, convierte las distancias en secundarias y ociosas.
Cualquiera que sea el resultado de la guerra en Ucrania que ya cuesta miles de vidas y causa la ruina de la economía, ha desatado una nueva espiral en la carrera armamentista, asociada principalmente a las armas nucleares. La irresponsable insistencia en acercar estos ingenios a la frontera rusa y la desproporcionada acción de ésta, ineluctablemente conducen a ese resultado.
De hecho, décadas de esfuerzos e incuestionables logros en la limitación de los arsenales nucleares, han sido echados por la borda. Ahora queda sólo alcanzar la paz en Ucrania, sanar en lo posible las heridas de esa guerra, procurar la concordia.
Rusia y Ucrania no tienen un solo argumento “mutuo proprio” para ir a la guerra. Los ahora adversarios son exhermanos que durante siglos compartieron vicisitudes como parte del Imperio Ruso, juntas libraron la Gran Guerra Patria y saborearon la victoria alcanzada a costa de enormes sacrificios comunes y como integrantes de la Unión Soviética; momentos amargos aparte, compartieron los sueños de un mundo mejor. Ahora sólo les queda: Volver a comenzar.