Woodrow Wilson, Lloyd George y George Clemenceau, presidente de Estados Unidos, primer ministro británico y jefe del Gobierno francés, respectivamente, usufructuarios de la victoria en la Primera Guerra Mundial y arquitectos del Tratado de Versalles, ganaron la guerra y perdieron la paz. La Sociedad de Naciones no resultó, Alemania se rearmó, el fascismo avanzó y se desencadenó la II Guerra Mundial.
A diferencia de la Primera Guerra Mundial, una brutal carnicería con 70 millones de muertos y una zaga nefasta, caracterizada por un nuevo reparto del mundo promotor del colonialismo, la Segunda Guerra Mundial, la más grande conflagración bélica de todos los tiempos que, a pesar de constituir una lamentable tragedia, fue un evento político de enorme trascendencia para el ordenamiento internacional, incluso pudiera decirse para el de cursar civilizatorio.
Los trascendentales resultados de aquel evento se deben, a mi juicio, a la maduración de condiciones objetivas a escala de la época y a la calidad de un liderazgo que, frente a la amenaza del fascismo de hacerse con el dominio mundial, según Adolfo Hitler, al menos por un milenio, actuó con impresionante lucidez y determinación.
Se trató de Franklin D. Roosevelt, Iósiv Stalin y Winston Churchill. Roosevelt, aunque inicialmente limitado por las legislaciones de neutralidad adoptadas por el Congreso de su país, asumió una posición antifascista consecuente que, entre otras cosas, lo llevó a reconocer a la Unión Soviética en 1933 y que en 1941 creó el concepto de “países de las naciones unidas”, el cual invocó al redactar la Carta del Atlántico suscrita con Churchill y asumida por Stalin.
Despolitizado y desideologizado, el término naciones unidas, a diferencia de “mundo libre” u “occidente”, tuvo plasticidad y capacidad de convocatoria para atraer a la Unión Soviética y compartir roles y responsabilidades en la coalición aliada, una entidad diversa que, a pesar de enormes diferencias, funcionó con eficiencia y razonable lealtad. Me gusta destacar que Roosevelt trataba al líder soviético de “Querido señor Stalin”, a quien, a sus espaldas, mencionaban como “Tío Joe”, cosa que al líder soviético no desagradaba.
Consumado el entendimiento político, con un magnífico tecnicismo, Roosevelt resolvió las limitaciones que le imponía la impracticable neutralidad americana de entonces y promovió las leyes de “Préstamos y Arriendos”. Si bien no podía vender armas y vituallas a la Unión Soviética, nada le impedía prestarlas o arrendarlas, así lo hizo. Después, no sin contradicciones y entuertos que siempre se resolvieron, vinieron las conferencias de Teherán, Yalta, Crimea, Potsdam y San Francisco, el Segundo Frente, el reparto de influencias en Europa, la victoria con la mácula de Hiroshima y Nagasaki, la creación de la ONU, la descolonización, el Plan Marshall, las instituciones de Bretton-Woods y la Guerra Fría.
El resto de la historia es conocida, destacándose el hecho de que a pesar de enormes tensiones y crisis como las de Suez (1956), el bloqueo de Berlín (1948-49) y la de los misiles nucleares soviéticos en Cuba (1962), todas incomparablemente más peligrosas que las actuales, siempre hubo lucidez, humanismo y determinación para preservar la paz.
Las tensiones de la Guerra Fría no se derivaron de afanes colonialistas ni de competencias por los mercados o las materias primas, sino que se trató de un fenómeno ideológico de una altura que se echa de menos y por lo cual valía la pena competir. Se trataba de la confrontación entre el capitalismo y el socialismo o más exactamente de las expresiones realmente existentes de modelos que quizás tengan mejores versiones para el futuro.
Dar armas a Ucrania para que libre una guerra por persona interpuesta, o proponerle “paz por territorios”, expandir la OTAN poniendo en peligro a Rusia, así como persistir en sanciones y bloqueos, son absurdos, como absurdo es aplaudir o desear la victoria de cualquiera de las partes, cuando lo importante es detener la guerra con un inmediato alto al fuego, una separación de los contendientes y un acuerdo de paz que solucione las aspiraciones legítimas de todas las partes. No importa la retórica, la manipulación mediática ni cómo los actores traten de legitimar su desempeño. Esta guerra carece de sentido y de legitimidad y sólo dejará desolación. Nada útil.