En la especie humana existe una innata propensión a la violencia, la cual es equilibrada por la capacidad para fomentar mecanismos reguladores tales como los valores morales, el derecho, la autoridad y la fe. La existencia de atributos, como la bondad y la compasión, asistidos por elementos materiales como las leyes, las fuerzas del orden, los tribunales y las cárceles, hacen posible la convivencia.
Debido a factores sociales, objetivos y subjetivos, entre ellos la división de la sociedad en clases y el desigual desarrollo, la violencia no sólo se acreditó, sino que se institucionalizó convirtiendo las guerras de conquista y rapiña y las luchas de clases en factores del progreso.
Incluso se ha dicho que: “La violencia es la partera de la historia”, una metáfora que intenta hacer reglas de las anomalías. Lo cierto es que la violencia engendra violencia. Así hicieron los opresores y los agresores que durante larguísimos períodos históricos dominaron la escena internacional.
Salvo algunas excepciones, la era de batallas campales finalizó con la descolonización realizada al concluir la II Guerra Mundial que puso fin a la opresión extranjera en Asia y África, cosa que América Latina había alcanzado 150 años antes. Aquellos logros, junto con la intangibilidad de las fronteras europeas y la creación de un alto tribunal para dirimir los litigios, creó un clima favorable para la paz internacional.
La promoción de la democracia y los derechos humanos han sido propicios para la convivencia y el progreso general. No obstante, el hecho que desde el 1945 cesaron las confrontaciones militares entre las grandes potencias no propició la paz universal al quedar pendientes las soluciones nacionales a los conflictos internos capaces de provocar cruentos y devastadores episodios de violencia, algunos de los cuales llegan a afectar la paz global.
En no pocos casos la intromisión de miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, lejos de propiciar soluciones crean mayores problemas. Los entendimientos políticos que, tras siglos de violencia y devastadoras guerras, entre ellas dos mundiales, condujeron a la creación de la Unión Europea con realizaciones trascendentales como las políticas sociales comunes, los acuerdos para el libre tránsito de las personas, la unión aduanera y monetaria y otras son un relevante paradigma civilizatorio.
Lamentablemente, elementos circunstanciales como la caprichosa e injustificada expansión de la OTAN sobre las fronteras rusas y la intromisión respecto al ingreso de Ucrania en la Unión Europa, crearon obstáculos que no sólo frustraron el clima de avenencia que llegó a fomentarse, sino que han conducido a una estúpida guerra que recuerda los peores momentos de la historia.
La coyuntura política del momento es de las peores que se han vivido porque ahora, además de los actores europeos y de los escenarios de la guerra en el continente, se registra una dramática parálisis del Consejo de Seguridad, así como la presencia de actores relevantes en otras latitudes como China, Japón, Irán, Turquía, Brasil, Israel, Corea y otros Estados, así como nuevas entidades internacionales de diverso signo.
La crisis llevada a situaciones cercanas al límite por la guerra en Ucrania y la intolerable matanza en Gaza y que los actores locales, Israel y la Autoridad Nacional Palestina no pueden resolver, requieren de algún tipo de intervención internacional, imposible sin acuerdos entre las grandes potencias.
Tal vez sea la hora de China, la potencia menos comprometida con los conflictos en curso y con más posibilidades de acceso a todos los beligerantes. Al obligar a buscar soluciones, las crisis ofrecen oportunidades. Ojalá sea el caso