El holocausto judío, el ensañamiento de los ocupantes nazis en la URSS y el resto de Europa, los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki, los 100 millones de muertos ocasionado por la II Guerra Mundial, la mayoría de ellos europeos, los 3 millones de fallecidos durante la Guerra de Corea y los vietnamitas que corrieron igual suerte, indican las dimensiones de la crueldad. Todas esas muertes y los sufrimientos asociados pudieron evitarse.
La reciente voladura de la represa de Nova Kajovka, una infraestructura civil que abastecía de agua al Sur de Ucrania, a Crimea, alimentó los circuitos de enfriamiento de la planta electro nuclear de Zaporiyia y movía las turbinas de la hidroeléctrica del mismo nombre, es un acto bárbaro, aunque no más que los feroces bombardeos que desde hace 15 meses intercambian los contendientes.
Matar es inhumano e ilegal, excepto cuando se realiza por militares en guerras entre los Estados y a veces entre el Estado y su propia población como es el caso de las llamadas “guerras civiles”. La guerra es una aberración que, al ser practicada por todas las culturas y civilizaciones en todos los tiempos, ha llegado a sublimarse hasta parecer hechos naturales, necesarios, incluso legítimos. En realidad no son nada de eso, sino una manera mezquina de apoderarse de territorios y riquezas ajenas, someter a poblaciones y acumular poder.
No obstante, debido a circunstancias históricas, la violencia social ejercida contra la opresión, la explotación y contra las dictaduras, así como las luchas de liberación nacional contra los imperios coloniales y los países imperialistas, algunas confrontaciones armadas adquieren una indiscutible legitimidad, convirtiéndose en “guerras populares”.
La más recordada de estas contiendas es la Segunda Guerra Mundial, en la cual jóvenes soviéticos motivados por la invasión y la ocupación nazi de su país, los británicos por los bombardeos alemanes a Londres y los norteamericanos por el ataque japonés a Pearl Harbor, se movilizaron por millones, como mismo hicieron los que en todos los países ocupados de Europa se sumaron a la resistencia y la lucha guerrillera.
Ante la imposibilidad de acabar con las guerras, precisamente en Europa se generaron esfuerzos por establecer “las leyes de las guerras” y “humanizar los conflictos bélicos”. En el siglo XIX, el fi lántropo suizo Henri Dunant, horrorizado por el sufrimiento de los soldados heridos y el maltrato a los prisioneros, fundó la Cruz Roja.
En el 1863 se efectuó la Primera Conferencia de Ginebra y fue firmada la Convención que estableció reglas para el tratamiento a los heridos.
En el 1854, durante la Guerra de Crimea, conmovida por las infrahumanas condiciones sanitarias en los frentes de batalla, con el apoyo de unas 30 mujeres, la enfermera Florence Nightingale se presentó en el campo de batalla donde desplegaron un extraordinario esfuerzo que salvó a miles de heridos en combate.
En el 1901, 13 años antes, el inicio de la Primera Guerra Mundial fue creado el Premio Nobel de la Paz, hasta hoy el máximo galardón en ese ámbito, ideado por Alfredo Nobel, un industrial sueco, fabricante de armamentos parte de cuya fortuna se debe a la invención de la dinamita, lo cual no es una paradoja, sino la expresión del rechazo a la guerra y las motivaciones de la lucha por la paz.
Es correcto calificar de barbarie la voladura de las compuertas de la represa de Nova Kajovka que abastecía de agua al Sur de Ucrania y a Crimea, aunque la verdad es que la tragedia real es la guerra, que no debió comenzar y que es preciso detener; de no hacerlo, se verán otras desgracias, tal vez peores.