La Carta de la ONU, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Estatuto de la Corte Internacional de La Haya constituyen los fundamentos del orden jurídico internacional vigente. Actualizar tales instrumentos es una tarea tan grande como delicada porque no se trata de destruir y ni siquiera de crear, sino de buscar la perfección.
Respecto al Derecho, no basta con escribirlo, sino que necesita ser interpretado y aplicado, cosa en la cual los yerros y las manipulaciones son frecuentes, más arbitrarias cuando se asocian a la política y al poder que no son intrínsecamente perversos, pero son susceptible de ser abusados.
Lamentablemente, la Carta de la ONU y otros instrumentos jurídicos que forman lo que llamamos Derecho Internacional Contemporáneo, también han sido torcidos para acomodarlos a intereses que no siempre son los de la ONU ni los de la humanidad. Dos anécdotas ilustran estas realidades.
En 1949, tras épicas batallas contra la ocupación japonesa e intensas luchas políticas internas, fue proclamada la República Popular China, mientras la facción derrotada, encabezada por Chiang Kai-shek se refugió en la isla, también china de Taiwán donde, con la protección de la 7ta Flota de los Estados Unidos se consolidaron, autoproclamándose como República China como se denominó la establecida por Sun Yat-sen en el 1912.
El Gobierno chino anterior a la revolución, encabezado por Chiang Kai-shek condujo la participación del país en la II Guerra Mundial, sobre todo en la lucha contra la invasión japonesa, la ocupación de Manchuria y el Estado títere de Manchukuo, en esa calidad, China representada por Chiang Kai-shek, fue una de las potencias vencedoras en la II Guerra Mundial, fundadora de la ONU y miembro permanente de su Consejo de Seguridad.
Con la derrota de Chiang Kaishek y su Gobierno establecido en Taiwán, se creó una crisis de legitimidad política. ¿Acaso existían dos chinas? ¿A quién correspondía el asiento en la ONU?
En el propio año 1949, el primer ministro de la República Popular China, Chou Enlai reclamó el ingreso de su país en la ONU, petición que no fue considerada. Así comenzó la batalla política y diplomática librada por China con el apoyo de la Unión y otros países socialistas que, a lo largo de 21 años, en el Consejo de Seguridad y la Asamblea General intentaron que se hiciera justicia.
El obstáculo fue Estados Unidos que no reconocía a la República Popular China y que, tanto en el Consejo de Seguridad como en la Asamblea General, valiéndose de lo que entonces se conoció como “mayoría mecánica”, lograba que las propuestas sobre la admisión de China fueran rechazadas.
Al respecto, tanto Rusia como los Estados surgidos de la desintegración de la Unión Soviética corrieron mejor suerte y su admisión en la ONU fue expedita.
Según contó la Revista Española de Derecho Internacional, en la edición de enero-junio del 1992, en un artículo titulado: La desintegración de la Unión Soviética y la cuestión de la “sucesión” en las Naciones Unidas, firmado por Alfonso Dastis, el 24 de diciembre del 1991, en el contexto del colapso de la Unión Soviética, el Secretario General recibió una carta de Boris Yeltsin, presidente de Rusia, en la cual comunicaba que, en lo adelante, la Federación de Rusia ocuparía el lugar de la ex Unión Soviética en el Consejo de Seguridad y en todos los demás órganos de las Naciones Unidas.
El mismo día 24, el Secretario General circuló copia de aquella misiva al presidente de la Asamblea General, a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad y a los embajadores acreditados en la ONU, con el encargo de que transmitieran la información contenida en ella a sus respectivos gobiernos.
La diligencia del Secretario General recibió la callada por respuesta. Ni entonces ni después, ningún Estado o Gobierno, por escrito o verbalmente, presentó objeción alguna a la petición del presidente Yeltsin. Así, sin debates, votaciones ni vetos, ocurrió aquel tránsito pacífico ¿Por qué?
La explicación es que, entonces, la presencia de Rusia en el Consejo de Seguridad, convenía a Estados Unidos y las potencias europeas a quienes les interesaba consumar la defenestración de la URSS y resolver el destino del gigantesco arsenal nuclear soviético. Además, conocían a Boris Yeltsin, un hombre en el cual podían confiar.
Entonces no previeron que las cosas podían cambiar como han cambiado. No obstante, según la Carta de la ONU: “La igualdad soberana de los Estados” continúa siendo un principio de las relaciones internacionales, aunque en los hechos, unos Estados sean más iguales que otros. Son cosas de la política.