El programa de Teoría Sociopolítica en la Universidad de La Habana incluía contenidos acerca de los “conflictos”. Al impartirlos me interesaba ahondar en la naturaleza e identidad de los mismos, especialmente aquellos de implicaciones internacionales. Entre otros resultaban particularmente interesantes los que tenían lugar en Oriente Medio.
En el examen de los fenómenos políticos en esa región reiteradamente se asume que son complejos, porque son milenarios y porque tienen orígenes religiosos. Ambas cosas, son falsas. La partición de Palestina y la constitución del Estado de Israel son resultado de maniobras británicas realizadas en el siglo XX que nada tuvieron que ver con la Biblia ni las pugnas por apoderarse del petróleo iraní generadas por Gran Bretaña y Estados Unidos, ni tienen que ver con Mahoma ni con el Islam. La Guerra Fría no se originó en los tiempos bíblicos, sino en la posguerra.
El conflicto árabe-israelí es de naturaleza mundana y reciente que se originó con una identidad nítida cuando en 1948/49 los países árabes rechazaron la partición de Palestina y reaccionaron violentamente ante la fundación del Estado de Israel al cual le declararon la guerra el mismo día de su proclamación. Se trató de un problema territorial, tribal o nacional, no religioso.
Debido a que los árabes (no los palestinos) perdieron aquella guerra, los israelíes expulsaron a la población palestina, ocuparon los territorios, que les había asignado el acuerdo de partición, iniciando así una expansión territorial que desde entonces no ha cesado. Los motivos de la rebeldía palestina son obvios, están justificados y no son religiosos, sino nacionales.
Con el tiempo, a los procesos y las contradicciones de naturaleza política entre aquellos actores se sumaron facciones de carácter religioso derivados de que unos eran islámicos y judíos los otros, lo cual añadió complejidades; entre otras, enmascaró las razones mundanas y circunstanciales de ambos conflictos con fenómenos matices.
En esos procesos, que tanto los líderes nacionalistas árabes como palestinos, comenzando por Alí Nasser y Yaser Arafat, enfocaron desde las luchas nacionales y regionales desde ópticas limpiamente laicas que no pudieron impedir el debut de elementos dominados por visiones religiosas extremistas que derramaron sobre las luchas políticas tintes religiosos que las ocultan, las deforman y las complican.
El triunfo de una poderosa corriente religiosa chiíta en Irán estimuló poderosamente a Fuerzas extremistas que dieron lugar al auge del “Islam político”, corrientes fundamentalistas que convirtieron las justificadas luchas contra el imperialismo de naturaleza obviamente política, en cruzadas religiosas y guerras santas contra Occidente, con lo cual, entre otras cosas perdieron identidad.
La lucha antiimperialista es una causa de los pueblos, cosa que no es el aplastamiento de Occidente, tampoco de los cristianos ni de los judíos. La cruzada contra el “Occidente colectivo” es una variante de los enfoques oscurantistas que desdibujan las luchas políticas de los pueblos por sus derechos y su liberación.
Fuerzas políticas de matriz y orientación religiosa islámica como Hezbollah que operan en Líbano, Hamás, en Gaza, y Ansarolá o Anser Alá (partidarios de Dios) popularmente conocidos como hutíes que ha alcanzado notoriedad por su papel en la guerra civil en Yemen y más recientemente por la práctica de la piratería en el Mar Rojo, aunque con enormes diferencias en su desempeño, tienen en común haber incorporado la religiosidad a las contiendas políticas, lo cual daña más que beneficiar a las causas populares.
Soy consciente de que necesitaré otros artículos para exponer esta problemática, pero trato de avanzar en su esclarecimiento