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Yucatán

Indigentes 'invisibles”, aunque viven en las calles

Abrazaba aquella garrafita de plástico como si en ello fuera a írsele la vida. Vestía un pantalón café, camiseta negra y una chamarra azul. No tenía zapatos. Apenas podía abrir los ojos de tan embotado que lo tenía el alcohol. Y junto a él los transeúntes cruzaban rápido, como si nadie quisiese percatarse de su existencia. De su miserable existencia.

El cronista se acercó, pero no pudo hablar con él. De tan ebrio que estaba quizá no sabía si era de día o de noche, si era lunes o sábado. Balbuceaba. Se arrastraba hacia arriba y hacia abajo en la banqueta de lo que alguna vez fue la primera tienda de San Francisco de Asís, en la calle 52 del Centro Histórico, como si tuviera comezón en la espalda baja. Apestaba a rayos. Apestaba más que la basura regada en un bote a un par de metros de él.

Era un indigente. Un pordiosero. Un hombre de esos que las autoridades llaman “personas en situación de calle”, un eufemismo más cruel que la “invisibilización social” de dichos seres humanos, a esos que nadie, empezando por sus familias, quiere.

Es más, son tan invisibles que el cronista solicitó en dos ocasiones una entrevista con autoridades del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) para conocer si tienen un programa o al menos se tiene idea de cuántos son, pero nunca hubo respuesta positiva.

En Mérida sólo “El Buen Samaritano”, una organización civil encabezada por Libia Esther Novelo Domínguez, se encarga de atender a unos cuantos de los cientos de indigentes que vagabundean por la ciudad buscando restos de comida, alcohol, algo con qué drogarse y refugio del frío en estos días. Esa organización recibe apoyo del Ayuntamiento de Mérida y de algunas personas. Fuera de ellos, los demás hacen como que no ven ni oyen, mucho menos soportan.

Nadie tiene un censo de cuántos indigentes existen en la capital yucateca, de modo que la cifra estimada es apenas un cálculo basado en lo que los miembros de “El Buen Samaritano” han visto en la urbe. Dicen que hay unas 800 personas sin casa que vagan por ahí. Pero la cifra, repetimos, es irreal.

El cronista deambuló por el Centro Histórico buscándolos. Por la zona del mercado “Víctor Cervera Pacheco”, detrás de la Casa del Pueblo, “vive” Efraín, apodado “El Huach”, pero nunca pudo hablar con él, a pesar de que los comerciantes del rumbo dicen que “es chingón, porque hasta inglés habla”. El único día que lo enfrentó, prefirió evadir al reportero.

Dijo que se llama Miguel Gómez y caminaba descalzo, con los pies negros de tanta mugre acumulada en ellos. Iba de prisa. Vestía un saco de esos de sastre sin camisa debajo, un pantalón cortado por las rodillas y también olía a rayos. El cronista lo encontró cruzando la calle 50 A, justo frente a una sucursal de la Comisión Federal de Electricidad en el Circuito Colonias.

El hombre respondió al chiflido del reportero.

—¿Vives en la calle?

—No. Ando… aquí en la esquina vivo, acá en la 60, con mi mamá y mi papá, ahí vivo, pero salgo porque voy a otro terreno que tienen acá en casa de mi mamá. Pero aquí cerquita vivo en otro terreno —dijo negando su evidente situación.

—¿Trabajas en alguna parte?

—En lo que es, lo que es, de acá, de acá, de lo que es de acá, de la cosa eso, ayudo a la chamba, ayudo a eso.

—¿Tienes hijos?

—No tengo nada de eso, nada de eso, yo con mi mamá. Mi papá murió, pero sí tengo mi papá que vive en la 60.

—¿Pues no que murió tu papá?

El hombre temblaba. A pesar de que conversaba bajo el ardiente sol con el cronista trataba de cruzarse los brazos como si una ráfaga de aire helado lo atravesara. No miraba a los ojos, miraba al suelo. Y su voz era aflautada, como si alguna droga la hubiera eclipsado.

—Pero vivo en la calle 60 en la casa de otra mujer que era de mi papá, era de mi papá.

—¿Cómo llegaste a esta situación?

—Tengo mi familia de mi mamá, tengo mis tíos, con ellos vivo igual.

—¿Con ellos vives entonces, no andas en la calle?

—Ahorita voy a mi otra casa, es en la calle 58, es lo que se llama ahora Tecoh, pero casi hicieron la casa en la cárcel, donde vive mi mamá es donde hicieron la cárcel.

El cronista entendió que el estado mental de aquel hombre que dijo llamarse Miguel Gómez le impedía ver la realidad, de modo que le dio una moneda de diez pesos. Luego el cronista pensó que a lo mejor cometió un error porque podía ser usada para comprar cualquier clase de droga, pero menos comida.

¿Qué es lo que conduce a esas personas a terminar en la calle? Nadie lo sabe a ciencia cierta. “Son muchas historias, maltrato familiar, abusos, drogas, alcohol”, dijo Julio César Pérez Peralta, uno de los hombres que colaboran con El Buen Samaritano.

“Hay uno que tiene casa y todo pero no lo dejan entrar porque es problemático. Se llama Luis. Y está Agustín que es un muchacho”, agregó al hacer un recuento de las personas que han ido al albergue localizado en los terrenos de Cottolengo.

“Me daba mucha pena ver que cada día hay más. Son los que no se ven, desagrada a la vista, están sucios, pero tienen espíritu, son hijos de Dios, eso me dio pena”, comentó por su parte Libia Novelo.

“Hay mujeres, pero no van al albergue, cuando empezaron a llegar se pensó que iban a descansar en santa paz, pero empezaron las cuestiones sexuales. Ahora son 30 de hombres, el patronato está buscando la oportunidad de hacer un albergue cerrado con rejas altas pero de mujeres, cerca de allá”, apuntó.

En efecto, son indigentes y tienen necesidades pero el cronista nunca se imaginó que antes de comer o de beber o de bañarse, prefieran tener sexo. Eso fue lo que presenció el reportero una fría mañana de hace un par de años por el rumbo de San Sebastián cuando vio en la acera una pareja que, a ojo de buen cubero, parecía sólo acomodarse, pero cuando se acercó notó las bragas de la mujer, las nalgas blancas del hombre y el inconfundible movimiento de caderas acompañado de los gemidos de ambos. El cronista confiesa que fue el mal olor el que lo alejó de la escena, porque de no haber sido así, a lo mejor se hubiera quedado a ver el evidente desenlace.

El hombre y la mujer que tuvieron sexo aquella mañana deambulan por la parte sur del Centro Histórico. La mujer ocasionalmente da vueltas en el Bazar García Rejón hablando sola.

Novelo Domínguez dice que una camioneta del albergue que mantienen que a las siete de la tarde recorre parques y “recoge a los indigentes que ya nos conocen, pero alcanzan doce a 14. Doce o quince llegan por sus propios medios. Se bañan, se cambia la ropa, cenan su sopa”.

Julio César Pérez Peralta contó que en el 2010, doña Libia, Esperanza Bernés e Isela Atala, con el afán de dar abrigo y protección a indigentes salían a repartir café, sándwiches y ropa, veían la necesidad en la ciudad de que esas personas pudieran pasar una noche digna y sin hambre y sin frío.

“Iban en su carro con medios propios y de algunas personas que ayudaban. Iban a lugares como el parque Eulogio Rosado, los Portales, el parque de la madre, el O´Horán. Se hizo durante varios años y debido a la necesidad formaron un patronato, pero primero hicieron varios eventos y darle un poco más de forma.

“Hace seis años, con ayuda del ayuntamiento y el arzobispo Emilio Carlos se les presentó un proyecto para tener un espacio para albergar a los indigentes. Y eso teniendo el apoyo incondicional de Ignacio Kemp Lozano y las Hijas de la Caridad. El padre ofreció espacio en Cottolengo”, narraron.

“Ya con el espacio, con el apoyo de Renán Barrera Concha, el arzobispo y el Patronato se logra un proyecto que consiste en un refugio nocturno, donde hace cuatro años en septiembre”, dijeron.

“Todos los días recibe un promedio de 30 indigentes, a los que se les proporciona primero que nada toalla, jabón, ropa limpia, se les asigna uno de los dos módulos, se asean, se cambian. Ya que están limpios cenan. Todos los días hay voluntarios que dan la cena, muchas veces sopa caliente, carne, pollo, hecho con mucho amor y cariño”.

Pero al ser gente de la calle están acostumbrados a ello. Son personas adictas a la calle. Y así lo ha constatado el periodista, pues ya van un par de semanas que ha notado que ciertos indigentes que caminan por rumbos fijos, ya no apestan a rayos ni visten ropa sucia.

“Tenemos reglas, para que lleguen pedimos que no vayan alcoholizados o alguna otra droga, porque nos gustaría tener más habitaciones, porque de lo contrario hay disturbios”.

—¿Y van en sus cinco sentidos?

—Ninguno va sobrio. Pero les pedimos que vayan no muy borrachos. Hay el que va un día, dos días, una semana, vemos mejoría, pero luego desaparece un mes. Hay quien va y pide dejar de tomar, pero que no van a Cottolengo, quieren que uno los ayude —contó Libia.

—Es una labor muy bonita, porque es gente que duerme entre perros, basura, no tiene familia y padece mucho en la calle.

El hombre de la calle 52 lo confirmó con el infierno que debía tener en la cabeza a causa del alcohol que bebía de aquella garrafita que protegía con mayor celo que los guardianes del diamante de Koh-i-Noor.

(Rafael Gómez Chi)

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