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Yucatán

50 años de Willie Colón, celebrantes en la celebración de Mérida

 

 

 

 

 

 

Víctor Salas

Me impresionó la cantidad de gente reunida en dos calles de la Plaza Grande para ver, escuchar y bailar al compás de Willie Colón y su grupo. Yo calculé en ocho mil los asistentes, pero luego recibí la cifra oficial de 12 mil personas frente al salsero, el domingo 13 de enero de 2019.

La alegría popular era reflejada en las ganas de bailar de todo mundo, incluyendo turistas alemanes, italianos, canadienses y los consabidos gringos, que agarrados de las manos de sus parejas intentaban seguir el ritmo de las caderas y los hombros que suceden con facilidad entre los nuestros cuando de ritmos antillanos se trata.

En el pavimento, las calzadas de la plaza, entre los arriates y el atrio de la Catedral, jóvenes madres enseñaban a sus pequeños hijos los pasos básicos de la salsa que salía de los instrumentos y voces de la orquesta de Willie Colón, artista que este año arriba a los sesenta nueve, pero candente aún, de entusiasmo inagotable y envidiable energía para contagiar a esa muchedumbre que se menea, se jala, gira, cruza los brazos, grita y pide más de ese ritmo que contagia a cualquiera.

Aquello es un éxito rotundo, una repercusión social invaluable, es brindar felicidad y alegría a tantos meridanos que viven la jodienda diaria de cruzar la ciudad para alcanzar los buses a la escuela, el trabajo o la casa. Es un desfogue que agradecen todos, es un regalo inestimable. Es un recuerdo que se convierte en pregunta inaplazable: “¿Cuándo regresará Willie a Mérida?”, “¡quién sabe chula, tú baila y no chistes!” Sí, porque la bailada era igual mujer con mujer, mujer con hombre, niño con su mamá, niña con el abue, que viejito con viejito, mientras los ojos azules de los extranjeros que observan ese fenómeno popular, brillan de un éxtasis casi ubicado en lo inexplicable, en un deseo inalcanzable para ellos, y es mover el cuerpo al ritmo de la salsa.

El periodista que me acompaña decide caminar para observar disímbolos detalles de ese domingo meridano, fiestero y turistero. Se detiene a observar una fila de extranjeros alemanes que van desde jóvenes hasta adultos mayores, haciendo cola para comprar una marquesita, de la que no piden por su nombre sino que levantan el dedo índice señalando la cantidad de una, luego ponen en sus manos una cantidad de monedas mexicanas para que el expendedor agarre el precio de la marquesita. Mientras otros la comen, ellos sonríen viendo los placeres de masticar una barquilla rellena de queso, queso que es cultura de ellos, pues el de bola, es un Edam traído de Europa. La barquilla tampoco es una novedad para ellos que la inventaron y que junto con la crepa la hemos asimilado y dado personalidad propia. O sea, ellos comen aquí lo que comen allá pero con una mezcla diferente. Igual que cuando comen queso Edam relleno a la yucateca. También consumen esquites y papas fritas con salchichas tostadas. ¿No la salchicha es un embutido muy germano? Pero lo gracioso es que esperan su turno como todos lo hacemos y se mueven al ritmo de Willie Colón, quien a fin de cuentas ameniza, desde el otro extremo de la Plaza Grande, esa costumbre del antojo yucateco, ese mercadillo de alimentos que es Mérida en Domingo.

La Luna es una banana de luz, fría como la frialdad en la tierra que calienta Willie Colón con sus sabrosos ritmos, pureza musical y destreza instrumental. La noche ha engullido al día y la semana se inicia en unas horas, el retozo se impone para cumplimentar las tareas del hombre jornalero.

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