Jorge Franco Cáceres
Se habla ocasional e informalmente de la pobreza urbana de Mérida desde las dependencias sociales del Ayuntamiento. En consecuencia, nunca se sabe con certeza si las autoridades municipales tienen idea de las características y los porcentajes de la pobreza en los barrios originarios, las colonias tradicionales y las zonas conurbadas.
Ignorando siempre los riesgos públicos de la segregación espacial, la polarización urbana y la vulnerabilidad social, la junta municipal no da muestras de saber ni siquiera cómo catalogar a una familia como pobre en nuestra ciudad. No puede hacerlo porque ninguna de sus dependencias realiza algún seguimiento verificable de la pobreza, ni se ocupa con capacidad profesional y sentido humanístico de sus características individuales y colectivas.
Nadie puede negar que el crecimiento de los asentamientos informales haya ocurrido en la capital yucateca con indicios notorios de abandono del campo desde el siglo pasado, a los que se han sumado los correspondientes a los procesos migratorios nacionales y extranjeros de la actualidad, debidos a la inseguridad y la violencia.
El principal problema, más allá del tránsito de personas por desesperaciones laborales o desplazamientos forzados, ha sido que Mérida nunca ha estado preparada para recibir a nadie más, ocasionándose la ubicación improvisada de las familias migrantes en zonas informales y periféricas. Se trata de zonas realmente apabullantes en cuestiones de higiene, hacinamiento y promiscuidad.
El desplazamiento poblacional imprevisto hacia nuestra ciudad ha sido una de las explicaciones de la pobreza urbana, pero no la única ni mucho menos la principal. Así se reconozcan o se rechacen sus existencias desde el IMPLAN y el PMDUM, los problemas siguen siendo la segmentación urbana y la diferenciación social, ambas a causa de la lógica mercantil que es determinante del uso especulativo del suelo urbano y del acceso condicionado a la vivienda.
Ninguna de las áreas urbanas de migrantes desesperados o forzados ha sido prospecto de desarrollo sostenible o crecimiento incluyente para el Ayuntamiento de Mérida. Han sido, lamentablemente, asentamientos que las autoridades municipales suelen ignorar o, incluso, despreciar porque son retratos de nuestra desigualdad social y patrimonial, es decir, espacios de concentración de pobreza extrema y vulneración implacable.
Actualmente, se pretende que las políticas municipales en torno a la pobreza urbana surgen de la cuantificación de las necesidades básicas de las familias. No es cierto, porque, si bien las presuntas mediciones han sido aplaudidas por los organismos internacionales y las consultoras privadas, las decisiones del Ayuntamiento se fundan en la simpleza econométrica del ingreso mensual, según informaciones basadas en la línea advenediza de medición de pobreza por indicadores tecnocráticos de ingresos del CONEVAL.
Si bien los indicadores del CONEVAL permiten comprender algo sobre la capacidad adquisitiva de las familias, no cabe duda de que, cuando se habla de pobreza de carácter urbano, se debe evaluar también el acceso a la calidad de los servicios públicos, equipamiento básico, mobiliario urbano, espacio público, entre otros elementos.
Bajo esta premisa cualitativa, el estudio de la pobreza urbana plantea la necesidad de evaluar en dónde se localizan las personas en función de su nivel de ingresos, pero también cómo se genera el uso de suelo para vivienda bajo la lógica del mercado y la regulación del Estado. Con nada de esto cumple el Ayuntamiento de Mérida.
En carencia de seguimiento verificable de la pobreza urbana, debe reclamarse a las autoridades municipales y sus dependencias sociales que las necesidades básicas insatisfechas son determinantes para reconocer las carencias crónicas de las familias. Específicamente, se debe determinar por las dependencias municipales la calidad de las viviendas, las viviendas con antihigiene, hacinamiento y promiscuidad críticos, los servicios urbanos inadecuados, entre otros.