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La moral no debe tener apellido

Ariel Avilés Marín

Andrés Manuel López Obrador es el legítimo presidente de México, lo es porque llega a la primera magistratura de la nación por medio de un proceso electoral histórico; un proceso electoral en el que ganó abrumadoramente, con una participación ciudadana sin precedentes y una mayoría como nunca se había registrado en procesos anteriores, desde el S. XIX. Además, su triunfo se da contra viento y marea, incluyendo en ello a la autoridad electoral y los tribunales correspondientes. Quienes hoy son feroz oposición descalificadora, en ese entonces detentaban un poder que llegaba a niveles insospechados y usaron todos los recursos, artimañas y gazapos posibles para tratar de frenar su acceso al Ejecutivo de la nación.

No pudieron frenar la incontenible ascensión de Andrés Manuel a la presidencia de la república, porque el pueblo, con su voto, los rebasó. Buscaron en lo más recóndito un resquicio donde crear una causa jurídica para frenar su candidatura, no lo consiguieron porque sencillamente no encontraron nada sucio en su gestión en ninguno de los ámbitos en los que desempeñó alguna función pública; si hubieran encontrado el más mínimo elemento acusatorio y probatorio de cualquier cosa en contra de él, con la más absoluta seguridad que hubieran procedido sin miramientos.

Sin embargo, Andrés Manuel es un ser humano, y como tal sujeto a aciertos y errores, y uno, a pesar de ser su seguidor, si comete un desacierto, es un deber ineludible señalarlo sin miramientos.

Desde su campaña electoral Andrés Manuel ha planteado la creación de una nueva Constitución a la que califica de “Constitución Moral”, he aquí un primer error. La moral corresponde a un campo estrictamente individual y subjetivo; no hay una sola moral, puede decirse que hay tantas morales como individuos hay en la faz de la Tierra, cada quien tiene su moral, y estas son únicas e irrepetibles. En cuanto la moral toma un carácter público, se transforma en ética, y ese es otro campo de acción y se fundamenta en otros principios. Este es el primer señalamiento que tengo necesidad de hacer a Andrés Manuel.

Por otro lado, el Ejecutivo de la Nación, sigue preocupado por la necesidad de inculcar una moral que llegue a todo el pueblo, lo cual, dicho sea de paso, es una necesidad urgente en este México que tiene una corrupción desbordada y que toca prácticamente todos los ámbitos. Es muy lamentable, y esto nos pringa a todos, ver como algo normal y cotidiano, resolver una infracción a las leyes de tránsito untando con un billete la mano del agente de tránsito, cuyo deber debería ser levantarnos la infracción correspondiente; y seguimos nuestro camino tranquilamente y sin pesar; pues bien, tan corrupto es el policía que aceptó nuestro cohecho, como nosotros que lo ofrecimos. Cómo diría Sor Juana: “El que peca por la paga, o el que paga por pecar”.

La intención del señor presidente de la república de moralizar a todo el pueblo mexicano es buena y muy santa; pero cuidado, pues está pisando en terreno muy resbaloso al pretender depositar en las iglesias esa labor de moralización del pueblo. Hay que señalar al Ejecutivo de la Nación, con dedo muy firme, que su campo de acción ha de constreñirse al derecho, no a la moral. ¿Por qué? En la primera lección de la esencial obra del Mtro. Eduardo García Máynez, “Introducción al Estudio del Derecho”, el gran jurisconsulto señala con toda claridad las abismales diferencias entre la moral y el derecho.

García Máynez señala con gran certeza que, mientras la moral es subjetiva, unilateral, incoercible, individual y voluntaria; a contraparte, el derecho es objetivo, bilateral, coercible, colectivo y obligatorio. Por tanto, la moral es de cada quien y el derecho es general; la moral la practica cada individuo, en el derecho uno tiene frente a sí a quien le puede exigir su cumplimiento; la coercibilidad es la capacidad de una norma para obligar a los individuos a su cumplimiento; la moral y su práctica son de carácter personal, en tanto el derecho es de observancia general; la moral está sujeta a la voluntad de cada quien, el derecho es de observancia general y obligatoria. Estas características ponen a moral y derecho en planos, si no contrarios, sí excluyentes, pertenecen a campos diferentes e insalvables.

Poner los medios de comunicación públicos a la disposición de las iglesias es una situación sumamente delicada y riesgosa. Es verdad que la inmensa mayoría del pueblo mexicano es católico, pero no la totalidad. Impartir una moral con el apelativo que sea, le hace tener un carácter excluyente para uno, algunos o muchos individuos, y eso, que me perdonen, es totalmente incorrecto. El Estado Mexicano ha sido, es y debe de seguir siendo, un Estado laico, entendiendo el laicismo como el respeto irrestricto a todas las maneras de pensar, de sentir, de profesar. Se debe crear una profunda ética en el ejercicio del poder público, ésta debe de llegar a todos los rincones de la sociedad; ética es lo que debe prevalecer en las relaciones de nuestra sociedad. La moral debe dejarse en el interior y la conciencia de cada individuo.

Lo más grave del caso es que seguramente cada Iglesia tendrá la buena intención de enseñar la moral que su religión le inculca; y ésta seguramente, no será compartida por la totalidad de todos los ciudadanos. Se debe gobernar para todos los individuos, sin exclusión de nadie. No se puede enseñar y tratar de inculcar una moral determinada en el ámbito de esta o aquella religión; la moral no debe tener apellido, pues al tenerlo, seguramente deja afuera a uno o muchos individuos, cuya individualidad merece todo el respeto del Estado Mexicano.

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