Abelardo Tamayo Esquivel *
Cuento
Elvira, de tez morena, espigada, de ojos negros, facciones mayas, sonrisa jovial y franca, y de escultural cuerpo, se hallaba en un rincón de aquel tugurio, sentada junto a su amiga.
Las dos se acercaron a la mesa, una a una, sin haberlo pensado tanto. Parecía que la rutina del oficio más antiguo hacía que ellas se desenvolvieran con la seguridad que da la experiencia en el ejercicio de esos gajes.
“Disculpe, señor, pero usted se me hace conocido: en algún lugar lo he visto… ¿Me invita a tomar una cerveza con usted?”.
Armando no lo pensó dos veces. Si a eso iba. Media hora antes le había dicho a Terencio Esquiliano: “…allá en la ‘Montaña’, compadre, las hembras solitas se te acercan, son re jóvenes, se contorsionan bailando y bailando, se quitan hasta lo que no tienen encima…”
Por eso Terencio estaba también ahí y, al igual que su compadre, ante la petición de Elvira, terminó diciéndole que sí, que aceptaba tomarse una copa con ella.
Cada pareja, aunque en la misma mesa, por su cuenta dejaron correr sus voces y pararon oídos para entenderse, ganándole al sonido alegre de aquella música danzonera. Después de decirse sus nombres y alegatos de si son falsos o verdaderos, Elvira abrió la plática sin rodeos, como aquellos toros matreros que embisten al bulto sin irle a la capa:
“Pues no está usted para saberlo ni yo soy quién para contárselo, Terencio, pero así es: a nosotras el Gobierno nos cobra impuestos por putear… Además, figúrese usted, le pagamos al dueño de este lugar y al que nos da protección, nos exigen vestir elegantemente y, como ha de imaginarse, eso nos cuesta… y para terminarla de amolar, tenemos que soportar los manoseos y demás tarugadas de esos que dicen ser muy hombres… Claro que si alguien nos cuadra, pues ya sería otro nuestro cantar…”.
Terencio, quien no solía frecuentar esos lugares, sin inmutarse, pero comprensivo y sobre todo indignado por aquello de que “el Gobierno nos cobra por putear”, le dijo a Elvira:
“Sí, desgraciadamente así es (¡y es el colmo!) te cobran impuestos desde que naces y hasta después de muerto, por tener tu casa, por casarte y tener tus hijos y a ustedes por ejercer este oficio, pues en un país como el nuestro, en crisis, sin empleos y lleno de corrupción hasta la médula, no dejan caminos para elegir un trabajo digno y vivir, no digamos en la riqueza y la abundancia, sino cuando menos vivir con comodidad y sobre todo con dignidad. Por eso yo les tengo respeto y admiración, Elvira, te lo digo sinceramente, y sé, como tú dices que casi todos los que vienen acá no les tienen ese respeto. Fíjate que el poeta Jaime Sabines habla bien de las prostitutas; tiene un poema que me gusta mucho porque ahí pide él que ustedes deberían ser santas: ese poema se llama “Canonicemos a las putas”…
Oye, Terencio, -interrumpió Elvira-, cuando te vi llegar, observé tu color, tu forma de vestir y tu seriedad, y la verdad que pensé: ‘este ha de ser cabrón y pesado’ pero ahora que te escucho y por la forma en que dices lo que dices, empiezas a caerme bien…
Y sin parar, Elvira agarró el hilo de la conversación que Terencio y ella iban urdiendo…
“Me gustaría conocer el poema y el libro de ese señor Sabines… Fíjate que un día mi patrona me regañó por comprar un libro de un tal Pablo Na… Natera, Na…”.
“Neruda”, apuró en decir Terencio.
“¡Ese!, Pablo Neruda…”, continuó diciendo Elvira ya interesada en aquella plática que vislumbraba una bonita relación de amistad.
Aquella respuesta y el modo franco y sencillo de Elvira tenía entusiasmado a Terencio: saber que una mujer joven, humilde, con rasgos físicos de una raza auténtica e interesada en leer, garantizaba una relación afectuosa y sincera.
“Así es que por comprar un libro tu patrona te regañó”.
“Sí, así fue”…
“Pues esto confirma lo metalizadas que están esas gentes; ellos no gastan más en cosas sin importancia, en banalidades y vanidades para satisfacer su insaciable egoísmo y ambición”.
Sí, -afirmó Elvira-, y como si fuera ella la dueña de lo que yo ganaba con mi esfuerzo, me dijo una sarta de pendejadas como ésta: “Ustedes, las de pueblo, en cuanto tienen un dinero en la mano no buscan cómo deshacerse de él, ¡vaya que comprar un libro!”. Yo le terminé diciendo a mi patrona que nada de malo tenía comprar un libro, que era muy mi dinero y que además alumbraba mi entendimiento…
Así respondió Elvira a aquella mujer a quien le aseaba la casa, lavaba la ropa y cocinaba para darle de comer… de esta manera se ganaba la vida desde los once años.
“Pero fíjate, Terencio, de este mismo caso curioso: un día descubrí a mi patrona revisando mis tiliches, agarró mi libro y lo comenzó a leer, o sea que le caí leyendo mi libro; al darse cuenta que la había visto, apenada, me dijo: ‘oye Elvira, discúlpame, creo que te juzgué mal, el libro de verdad es muy interesante… ¿podrías conseguirme uno?’, los libros siempre serán interesantes, patrona… y claro que se lo consigo”.
Terencio guardó silencio; calló para seguir escuchando cómo Elvira reivindicaba no solo a los de su clase a través de su sensibilidad por el conocimiento, sino a su misma patrona. Reflexionó Terencio un poco más y vio que en Elvira se condensaba la conciencia que debía redimir no sólo al pobre, sino también al rico.
“Pues yo quiero que mi pueblo viva bien, Terencio; la gente no tiene trabajo y las autoridades sólo entran a robar…”.
La música que no paraba, hacía rato que hizo bailar al compadre de Terencio y su pareja. Elvira, entonces, interrumpió su propia plática, le tendió la mano cual caballero invita a una dama a bailar; Terencio Esquiliano no podía resistir todo aquello y se dejó guiar al son que el corazón de Elvira y la música con sus encantos le imponían.
“Tienes madera de líder, le dijo él cuando regresaron a la mesa; bien podrías ser dirigente de tu pueblo y hacer las cosas que sueñas para tu gente y que hoy las autoridades de allá no les ofrecen”, le dijo.
Elvira pareció no escucharlo. Simplemente siguió hablando con vehemencia como si pronunciara un discurso, con esa entonación que suena a sueño y fantasía, acompasado de suspiros, llenos de anhelos fervientes por verse cumplidos… Cuando los repetía, alzaba sus ojos negros que brillaban más a pesar de la oscuridad de aquel tugurio. Seguramente esa luz que emanaba Elvira provenía del crisol de su raza, de su origen humilde del que estaba orgullosa, y de ese sueño sin fin por tener algún día a su pueblo libre…
* Escritor comunitario y cronista de Dzilam González