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Yucatán

Un Domingo de Verano en Progreso

Conrado Roche Reyes

Por fin llegó el domingo. Progreso en tiempo de vacaciones. El calor aprieta de verdad. Tomo el autobús. Llevo puesto un short blanco y una playera del mismo color. El sol brilla con fuerza en el puerto, en un cielo intensamente azul, y la calma es total. He llegado a mi costa favorita. La de toda mi vida y decido pasar todo el día en la playa, disfrutando de un día entero de paz y tranquilidad, sin hacer nada, sin que alguien me moleste, lejos de las prisas, del tránsito, la contaminación, la gente mala… perfecto para liberarme del estrés. La emoción me hace sonreir.

Preparo la bolsa con mi toalla, la crema solar, una lata de cerveza helada y unas gafas para el sol. Creo que ya lo tengo todo. Ah, ¡falta un libro para matar el tiempo! Pero sé que de todas formas acabaré durmiendo en la paz y tranquilidad de la playa. Por fin, parece que ya lo tengo todo.

Salgo de la estación de autobuses. Camino dos cuadras y llego a la playa.

¡Por Dios! ¡Parece que todo el mundo ha tenido la misma idea que yo! ¿Voy a caber, en este revoltijo de toallas, sombrillas, criaturas corriendo por todas partes y tomando sol como iguano? Empiezo a adentrarme en la playa haciendo auténticos equilibrios entre la gente. ¡Esto es peor que una carrera de obstáculos! No veo ningún espacio donde poder colocar mi toalla. Continúo andando y por fin, a pocos metros de donde estoy, veo un hueco libre. Pero cuando llego, alguien ya está extendiendo una toalla. Levanto una mano para llamarle la atención. Aquel lugar tenía que ser para mí. Yo lo había visto primero. Pero cuando el dueño de la toalla se voltea, me quedo con la mano levantada y con un grito ahogado en la garganta. Aquel hombre es un gigante. Renuncio. Ya encontraré otro lugar.

El sudor cae a chorros por mi frente y la bolsa me pesa. Tengo que encontrar un espacio donde estirar mi toalla, refrescarme un poco en el agua y descansar. Sigo buscando y por fin lo encuentro. A tan solo un par de metros del agua. Alguien que se habrá marchado, pienso.

Por fin me puedo estirar. Cierro los ojos y me dejo acariciar por los cálidos rayos del sol.

No ha pasado ni un minuto cuando veo una horda de niños salvajes correr muy cerca de mí y una lluvia de arena cae sobre mi cuerpo.

Me levanto blasfemando y maldiciendo, sacudo la toalla y me vuelvo a estirar. De pronto, alguien tropieza con mis piernas y cae encima de mí. Una mujer mayor que no ha calculado bien a la hora de levantar los pies. ¡Santo tamangazo! Rodamos los dos por la arena y cuando consigo sacármela de encima, me levanto e intento ponerla de pie. No sé por donde tomarla. Tiene la piel grasienta y muy resbaladiza por la abundante capa de crema protectora que la cubre. Sin querer, la agarro del traje de baño, le sale un pecho por un lado y me arrea una bofetada que casi me tira al suelo. Si al menos fuera una de esas jovencitas que se pasean por la playa en sus diminutas tangas… Me excuso como puedo, con la cara roja como un tomate, y la veo alejarse echando pestes como un carretillero. Decido ir al agua un rato. La arena es un peligro.

¡Ir al agua! ¿Por dónde? Allá donde rompen las olas está lleno de abuelas, niños y jóvenes saltando y levantando una nube de salpicaduras que casi llegan a las primeras toallas…Y yo necesito mi tiempo para entrar al agua, no me gusta que me mojen. No me veo capaz de atravesar aquella barrera humana. Tengo que volver a la toalla. Pero ir a la playa y no bañarse, no tiene sentido…Me esfuerzo por tomar un baño. En aquel preciso momento, un jovenzuelo toma impulso y se tira al mar, levantando una montaña de agua que me hace gritar por la impresión. Suelto algunos insultos, le recuerdo a su madre y a toda su familia y vuelvo a la tranquilidad de la arena y la toalla. Alguien la ha pisado. Yo la dejé impecable, muy estirada y limpia. Y ahora está toda arrugada y llena de arena... La sacudo, pero vuelven a pasar los niños corriendo. Otra mujer mayor parece querer pasar y me tengo que apartar antes de que me embista. Pero para en seco. Es la misma que minutos antes había caído sobre mí y ahora no viene sola. La acompaña un joven mucho más joven y fuerte que yo. Quería huir de allá corriendo, pero no pude. La vieja me señala con un dedo huesudo y grita: “¡Fue él. Se ha aprovechado de mi debilidad para manosearme como un cerdo!”

¿Manosearla yo? ¡Qué más quisiera ella!, no es más que una vieja senil. Yo sólo quería ayudarla a ponerse en pie…

Su acompañante comienza a gritar y a insultarme. Veo cómo toda la gente se ha volteado y ahora todos me miran con cara de asco y empiezan a murmurar. La vergüenza me hace enrojecer hasta las orejas. Bajo la cabeza y comienzo a pedir disculpas por una cosa que no ha ocurrido, pero no me dejan decir ni media palabra. Cuando se cansa de increparme, recojo la toalla corriendo y me marcho de allá.

Regreso a la Terminal de autobuses y lo abordo. Está repleto de pasajeros, todos borrachos, y regreso a Mérida.

Y pensar que quería pasar un feliz día de playa, lleno de tranquilidad y olvidar el estrés.

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