Effy Luz Vázquez López
Mérida es ya una gran ciudad, de eso no hay duda y, como tal, va adquiriendo una imagen diferente para quienes la conocimos hace más de ocho décadas.
Yo poseo un pedacito de ella, vía donación de un pequeño terreno que mis padres me escrituraron y un préstamo del ISSSTE que me construyó la casa que actualmente habito y que es el único patrimonio que, a mi vez, donaré a mi descendencia.
Tener a Mérida como mi hogar geográfico y social, es un encanto. Sobre todo porque nunca me he alejado de todo lo que me es querido y recordado.
Cada uno de nosotros tiene su historia de vida y la mía se relaciona con mi céntrico entorno.
Mis papás adquirieron la casa paterna en la entonces colonia San Marcial, situada en el que ahora es denominado el Centro Histórico de la ciudad. Incidentalmente, este predio quedó situado a siete esquinas de los suburbios más poblados de aquellos años de la ciudad de Mérida, pues la misma distancia nos separa de Santiago, que de San Sebastián y de San Juan.
De los tres, los más bullangueros fueron siempre Santiago y San Sebastián. San Juan ha sido el más fervoroso quizá, pero de puertas adentro de su iglesia; no recuerdo que se hubiera celebrado en su entorno feria alguna.
Al estar ubicado mi domicilio actual, al lado exactamente del que fuera el de mis padres, mi situación urbana es por tanto la misma; la diferencia está en que en esa cuadra de la 69 entre 78 y 80, únicamente los vecinos de enfrente, otra viuda que vive sola casi al lado mío y yo, somos los únicos sobrevivientes del que fuera un bullicioso vecindario hace muchos años, los demás predios, o son almacenes, o son talleres de algo.
Mi desaparecido vecindario estaba integrado por gente de clase económicamente baja, aunque hubo entre ellos varios profesionistas, como lo fueron mis papás. Algunas familias procedían de diversas poblaciones del Estado, pero se habían urbanizado muy pronto y eran amables, tranquilos y muy solidarios.
El único foco rojo se encontraba (y se encuentra) en el cruce de las calles 69 x 78, aunque en aquellos ayeres su clientela sabatina infalible la constituían “los rastreros”, como eran conocidos los honrados trabajadores del Rastro de la ciudad, situado entonces a unas cuantas cuadras del lugar; precisamente donde ahora se encuentra un supermercado, cuya entrada principal se ubica en la avenida Itzaes.
Como ese día de la semana recibían su paga, aquel establecimiento de etílicos rebosaba de clientes, muchos de los cuales guardaban entre sí viejas o nuevas rencillas, que solían dirimir al calor de los “alipuses” y entonces comenzaban los “catorrazos” primero, degenerando muchas veces éstos en el empleo de armas punzocortantes, casi siempre las mismas “chairas” con que picaban al ganado.
Los vecinos nos enterábamos que había sucedido “chipote con sangre”, cuando escuchábamos las sirenas de la ambulancia y veíamos llegar “la x’tabay”, transporte gratuito para los rijosos, aunque los policías a cargo hacían, además, razia con quienes estuvieran por ahí, aunque fueran sólo mirones. Fuera de esas incidentales situaciones, la mayoría de los vecinos eran gente tranquila y amable.
La casa familiar, ahora también la mía y la de ustedes, se encuentra con el frente sobre la calle 69 y a sus costados la limitan las calles 78 y 80. En esta última tuvimos a nuestro primer cholo, o cholito, como le decía la gente de cariño.
Se trataba de un joven, de edad indescifrable, con un retraso mental profundo, aunque éste no le impedía caminar e ir a todas partes, que no estuvieran a más de dos esquinas de su domicilio. Vestía de traje y corbata, aunque el atuendo era de dril, que alguna vez fue blanco y, los fines de semana ya era multicolor. Era delgado, de una altura regular y caminaba siempre con la cabeza baja, en actitud de buscar algo en el piso; a este gesto se le sumaba patear, con el pie derecho, cuanta piedra pequeña o grande encontrara en su camino. Cuando alguien, casi siempre con sorna, le preguntaba: —¿Qué buscas Cholito?, él respondía invariablemente con voz lenta y gangosa: —¡El tornillo que se me perdió!
Quién sabe quién y quién sabe cuándo había dicho alguien, refiriéndose a él: “¡A cholo se le perdió un tornillo!” Desde entonces, su ocupación en la vida fue buscar aquel artículo hasta bajo las piedras.
En ese mismo tramo de calle (80) vivió también un trovador, que decían que en sus mocedades tuvo una hermosa voz y había cantado por radio como solista; lamentablemente, su dipsomanía le hizo perder ese bello don que la naturaleza le había regalado; sin embargo eso no obstaba para que, en los días que había agotado “la jarra” hasta el fondo, no nos despertara a toda la familia a medianoche, con su estropajosa voz, cantándole previa dedicatoria, a una de mis dos hermanas que tenía unos grandes ojos verdes, precisamente esa canción: -¡aquellos ojos verdes, serenos como un lagooo…! –mi hermano Aristeo solía salir y le decía: “En un lago, pero de alcohol estás ahogado Yucho…” (le decían el Yucho Acosta)— y afectuosamente le pasaba un brazo y se lo llevaba a su casa, que estaba a la vuelta.
Al papá de ese personaje lo conocíamos como don Gum, posiblemente era Gumersindo, lo que sí realmente era, un buen peluquero y único en el barrio.
Este señor tenía por ley, o costumbre tradicional, que él se había impuesto, organizar durante los carnavales de antaño una comparsa de negritos. Todos los muchachos de dos o tres cuadras a la redonda, se apuntaban con él. Quien, en su momento de salir a desfilar los días de carnaval, después de largos ensayos previos, los pintaba de arriba abajo de negro “charol”, con un “menjurje” que él preparaba con carbón molido, revuelto con vaselina o aceite de quién sabe qué, lo cierto es que los dejaba negros brillosos. Su traje carnavalesco era una falda que se hacían con palmas de huano, cosidos a una calzonera o short, como le dicen ahora.
El torso desnudo, sin zapatos; improvisados escudos y lanzas que podía ser éstas un palo cualquiera, con las puntas pintadas de plateado; aretes (de apretar seguramente) la boca exageradamente pintadas de rojo, y los que tenían pelo abundante les atravesaba el buen señor un hueso o un “m’och” de pollo o gallina.
Los chiquitos, sentados en la escarpa, no perdíamos un detalle de todo aquel vestuario y aquella danza “salvaje”; la calle no estaba adoquinada.
Yo tenía entonces de cinco a seis años y me admira que aún recuerde la letra de las coplas que entonaban y bailaban, cuando en el desfile de carnaval, el camión destartalado en que se encaramaban, se detenía en algún parque o algún tramo de calle y se bajaban todos. Decía así:
¡Los negritos de La Habana
Son negros como morcilla, con polvo de cascarilla
Se quieren blanquear la cara!
¡Salen los negritos, salen a bailar,
Salen, salen todos para el carnaval (bis)
-¡Negritos, negritos, les van a “matá”!
-¿Y por qué y por qué, señora?
-¡Porque no saben batir, la conserva del mamey!
-¡Pues señora yo sí sé, bata “usté, bata usté”, bata “usté” que yo batiré…!
-¡Salen los negritos… etc.
¡Qué bárbaros son estos mis genes, que me permiten todavía disfrutar de estos bellos recuerdos!
Toda esta dinámica de vida cambió, al llegar la luz eléctrica, las calles adoquinadas, el tráfico abundante…
¡Pero qué caray! ¡Lo vivido y disfrutado, nadie nos lo quita! ¡Ni el 2020!
Coord. Gral. de la Casa de la Historia de la Educación en Yucatán