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Manuel Tejada Loría

Notas al margen

“Amanda”-“Cristóbal” era algo más que una depresión tropical. La vorágine de su movimiento, la imprecisión de su andar errático, ningún meteorólogo se arriesgó a ofrecer una interpretación de los datos proporcionados por el radar de Sabancuy. Un avión caza-huracanes sobrevoló su latitud cenital, para constatar bandadas de nubes que hicieron creer que esta depresión tropical, casi tormenta, sería un huracán: el gran huracán después de “Isidoro” y “Gilberto”, hace muchos años ya.

En tierra, entonces, la otra tormenta, la del presagio y las aves de mal agüero. Doblegados los ánimos por el COVID-19, por este encierro de sequía espiritual, cultural y alcohólica, que ha hecho ver lo mejor y lo peor de nosotros mismos, como familia, como sociedad, incapaces de comprender lo que el cuidado colectivo significa, incapaces de cuidar a quienes decimos amar. Entonces, ante el asomo de “Amanda”-“Cristóbal”, la tormenta en tierra, sí, a este nivel humano de deshonra y conmoción.

Muy temprano, este viernes sin sol, la alerta amarilla pasó a naranja en un santiamén. Por internet pude rastrear muy fácilmente los informes del Sistema Meteorológico Nacional, que además ofrece imágenes satelitales tomadas casi en tiempo real. Las secuencias, con duración de breves segundos, mostraron las formas intempestivas de “Amanda”, aquel fenómeno natural que a la postre se convertiría en “Cristóbal”.

Vorágine atmosférica y vientos garigoleados que tendían los cimientos para un gran remolino de nubes. Como aquel gran huracán cuya fisonomía vimos impresa en la portada del periódico en 2002. Era “Isidoro” un minarete visto desde abajo, descomunal, cubriendo este cratón vagabundo que casi es la península. Con esos parámetros en mente, “Amanda”-“Cristóbal” era una posibilidad real de destrucción.

Apuramos, entonces, el reforzamiento de puertas y ventanas. Algunas compras de rigor muy básicas (sobre todo agua purificada, algo de harina de maíz y carbón). Comprobamos que las velas tuvieran la mecha seca, que hubiera cerillos secos. Las lluvias de los tres días pasados, producto de este mismo fenómeno meteorológico, hicieron llorar techos y paredes, humedeciendo aparatos eléctricos, camas, sofás, enmoheciendo alimentos y dejando las pieles humanas a punto de bochorno y pantanosas.

Conforme avanzaba la hora, la oscuridad iba dejando en penumbras los rincones del barrio y la casa. En internet los pronósticos eran los mismos. Ahora una nueva alerta hablaba de “Cristóbal” ya como una tormenta siempre tropical, que rozaría prácticamente los límites de la ciudad. Con la casa sellada en todos sus resquicios, con inusitada parsimonia, abrí un ron que había resguardado para algún momento como este, seguro que estábamos en los prolegómenos del fin del mundo. Me serví un trago doble sin apuro, me acomodé en el sofá frente al gran ventanal, y me dispuse a esperar con un libro de Ernesto Lumbreras, titulado El Cielo, trago tras trago.

“Buscando mi alma entre las llaves de San Pedro me encontré un chorro de agua”… Y nada. Ni siquiera llovió. Antes del anochecer, una nueva alerta que llegó al celular situaba a la tormenta sobre las aguas del Golfo de México. Incrédulo, empapado a mansalva por la densa humedad y el sudor, apuré el último trago de ron decidido a permanecer firme y a la espera. Y nada. “Tirado como una vaca con relámpago en los ojos he visto el cielo”.

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