Conrado Roche Reyes
Corrí con el muchas aventuras, conversaciones, incluso me dada consejos prácticos, reímos. Nunca lo vi triste. Encabronado sí. Siempre luchando. Aún en sus últimos días, cuando ya sabía que el fin se acercaba, lo encontré no cantando el Himno a la Alegría, pero sí bastante ecuánime, al lado de su esposa, días antes de su fallecimiento. Pocas personas he conocido tan honestamente bohemias como él. Su fallecimiento fue un suceso que golpeó a toda la comunidad artística y al común de los mortales por su bonhomía. Así lo quiero recordar, libre y alegre. Me estoy refiriendo al muy buen pintor Eduardo Ortegón y ahí les va una chusca anécdota para que la gente conozca esta faceta de su vida tan outsider.
El Flaco, flaquísimo Ortegón tenía un volchito blanco, regalo de sus hijas, en el cual hacíamos nuestras correrías en busca de fiesta solaz y bohemia. Cierta ocasión acudí con él a la cantina “El lucero del Alba” ahí por Santa Ana, estacionó su carro en una calle paralela, ya que el lugar estaba repleto. Entre cumbias, pasito duranguense, música de banda “variada” transcurrían las horas y las chelas. El flaco acababa de vender uno de sus cuadros a muy buen precio, y para festejar no reparaba en gastar poco, mucho o regular, en agasajar a los cuates (mismos que le correspondían igual).
Entre bromas, conversaciones filosóficas y de pintura, ya que en ese momento tenía una exhibición en puerta, nada menos que en el MACAY y no tenía completa la colección que pretendía presentar. Charlas con la mesera, por cierto muy guapa. En los intermedios del conjunto, llamaba a un trío de trovadores y escuchábamos música yucateca. Y así, el tiempo fue pasando. Me sentía ya “cansado”, eufemismo para decir “mamado”, pero él prefirió quedarse en la cantina. Me dirigí a mi casa que se encontraba a tres cuadras.
Al día siguiente, muy temprano, suena el teléfono y era el flaco Ortegón, quien desesperado me hablaba diciéndome que le habían robado su adorado volcho pidiéndome ayuda para buscarlo, pero lo buscamos, lo buscamos y no lo buscamos. Entonces, Ortegón y un servidor nos dirigimos a la “per judicial” a poner la demanda de robo de auto. El dio todos los datos (placa, color, etc,). Y le aseguraron ahí que harían todo lo posible por encontrarlo.
Salimos del tétrico y amenazador edificio atravesando a los agente con caras de perro. Entonces él me dice que estaba muy crudo y que volviéramos al Lucero a curarla. Comenzamos a tomar las chevas. Ibamos ya por la quinta o sexta cuando la meserita del día anterior se nos acercó. Comenzamos a platicar con ella temas de actualizado, o sea, superficiales, entre los cuales salió a relucir el robo del carro del flaco. Entonces ella, extrañada nos dice que el auto estaba ahí cerca, a la vuelta. “No vaciles”, dijo el flaco, pero ella insistió en que el vehículo ahí estaba desde el día anterior. Lo que sucedió fue que al flaco se le olvidó y se fue caminando a su casa. Fuimos al lugar que la chica nos indicó, y ahí estaba el volcho blanco esperando. Ni tardos ni perezosos lo abordamos y comenzamos a rolar buscando pelea. Estábamos más o menos por la glorieta a Justo Sierra en Montejo, cuando se nos cierra un carro lleno de “fuertotes” de la judicial y sin decir agua va se van sobre el pobre flaco gritándole: “Este auto es robado, jala, jala¡”. El sorprendido les decía que el carro era suyo, que había una confusión. Ellos, como es natural, científicamente comprobarían el delito gritándole y jaloteándolo y subiéndolo a sus vehículos se lo llevaron al “edificio”.
Allí metieron al flaco en una celda durante dos días mientras se aclaró todo. Salió libre pero mentando madres. “Qué confusión, qué bruto”, repetía…Vamos entonces al Lucero para el coraje….