Pedro de la Hoz
Julián Barnes promete ser nuevamente protagonista de un taquillazo editorial en 2019. En el mercado iberoamericano se anuncia la salida en los próximos meses de la novela La única historia, con la que el autor británico, nacido hace 71 años en Leicester, ha continuado una carrera caracterizada por la obtención de codiciados premios literarios (Booker, Somerset Maughan, Fémina y Médicis, estos últimos en Francia), la traducción de su obra a más de una decena de lenguas y el favor de los lectores.
En los años 80, la crítica comenzó ponderar los valores de Barnes, como representante de una nueva generación de narradores ingleses, entre los que cabe citar también a Martin Amis y Ian McEwan.
Tras la notable repercusión de novelas como Metrolandia (1980) y El loro de Flaubert (1984) –disponibles en nuestra lengua en aceptables traducciones-, el ingenio creativo de Barnes pareció estandarizarse. Muchos leíamos sus nuevas narraciones con interés, pero sabiendo que aplicaba fórmulas efectivas, a medio camino entre la perfección formal y el manejo de tópicos que facilitaran la digestión masiva.
Hasta que llegó El sentido de un final (2011). La intriga en torno a los diarios de Adrian, a los que quisiera acceder Tony, su amigo de juventud, para despejar los enigmas de una etapa de compartiré desenfrenos, revela la fragilidad de la existencia y los cuestionamientos que resurgen en la memoria al cabo del tiempo. ¿Cuál es el sentido de nuestra vida, si es que lo tiene? ¿Poseemos realmente alguna certeza de lo que somos? ¿Quién dijo que la memoria es lo que creíamos que habíamos olvidado? ¿Nos pertenece nuestra vida, o es solo la historia que hemos contado de ella? ¿Cómo actúa el remordimiento? ¿Recompensa la vida el mérito de la misma forma que castiga el mal? ¿Qué es la medianía y cómo actúa? ¿Y la ética privada? Son preguntas que la crítica Yolanda Izard sugiere al lector para desentrañarlas cuando cierre la última página del libro.
Esas encrucijadas vuelven a aparecer de cierta manera en La única historia. Solo que en este caso están planteadas desde una perspectiva irónica y refinada. A esa conclusión llegué luego de haberme animado a leer la edición italiana, a la que llegué por mera casualidad para saber qué rumbos había tomado el autor.
No me dejé llevar por los cantos de sirena publicitarios con los cuales las editoriales potencian sus ventas. Einaudi, la gran casa italiana, reprodujo juicios aparecidos en publicaciones inglesas como The Espectator (“un relato tenso, intenso, doliente y bellísimo: quizá la mejor novela del último Barnes”) y The Times (“Sorprende cada página; un escritor en la cumbre de su bravura”).
Un primer repaso a la trama me hizo pensar que se trataba más de lo mismo: el amor de un joven con una mujer madura, casada por más señas, y las huellas de esa relación en la vida de ambos personajes. De esto se ha escrito bastante y muchas veces con poca fortuna.
Pero a poco lo que Barnes nos descubre es harina de otro costal. El joven Paul dejó de serlo y el que se observa a sí mismo es un hombre que se reencuentra en el pasado. Los recuerdos borrosos, imprecisos, volátiles reflejan la incapacidad de la memoria para sortear los meandros de una corriente que se enturbia con el paso del tiempo.
Lo peor de todo –y lo mejor de este Barnes- es la indefinida sensación de no llegar a parte alguna, de una idealización del pasado que ni siquiera es suficiente. Aunque, en buena ley, el autor permite que el lector se ponga a distancia de ser él mismo víctima del escepticismo. Una joven atenta lectora comentó en un foro sobre la novela: “Todo en esta historia es relativo, todo está teñido de cierta tristeza e inevitabilidad, nada, ni el amor, ni el deseo, ni la felicidad, puede darse por sentado”.
Barnes nos induce a pensar, a poner las cartas sobre la mesa, a comprender mejor los destinos humanos sometidos a la implacable chatura del paso de los días. Y eso también es una opción ética de la literatura responsable.