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Cultura

En el encuentro y reencuentro, la recuperación del tiempo perdido

Fernando Muñoz Castillo I

Existe siempre una ocasión para todo en la vida, y esta viene sola, sin necesidad de irla a buscar corriendo desesperado tras de ella.

Esto me sucedió, hoy martes 8 de octubre de 2019.

Había escogido este día, para comenzar a realizar las tareas que vine a hacer a la Ciudad de México, después de dos años de ausencia. Sabía que como toda ciudad viva, ésta ya nos sería igual a la que vi anteriormente, estaba preparado para ello, así que me sorprendió encontrarme con muchas “cosas” que no habían cambiado, seguían ahí, fieles como tótems guardianes de esta macro ciudad.

Sin embargo, sentí miedo, temor de salir a la calle y abordar el metro, transbordar a otra línea para llegar más rápido a casa de la Sorella Veneno.

Y como siempre y más ahora que hay pretextos muchos, se me acalambraron las piernas, me agité y sentí que me faltaba el aire, se me nubló la vista, etcétera, etcétera, etcétera…

Por fin con casi una hora de retraso, salí rumbo hacia la aventura que me deparaba la Gran Ciudad.

En el Metro aproveché los elevadores, cuando sentí que había

subido y bajado como en un dibujo de Echer. Escogí bien la salida, así que cuando me vi en la calle este nublado día y comenzaba a enfriar, me puse la primera medalla en el pecho, pues había ganado la primera gran batalla.

Caminé hacia casa de Malena, muchos negocios ya no existían, pero otros, los más antiguos seguían en pie, al igual que la señora de las quesadillas y las gorditas que conozco desde hace 30 años y está allí desde otros ayeres más antiguos.

Cuando toqué en casa de mi amiga, me recibió el nieto del primer Merlín, quién me olió para reconocerme. Me senté en la sala mientras la Sorella se ponía los zapatos o escogía cuáles usar, observé el espacio, los enormes vitrales, las puertas talladas en roble rojo, que ya no existe en nuestro país, por la tala desorbitada, recordé reuniones con sus padres, María Luisa y Fausto, los rostros del resto de la familia, de los amigos, muchos de los cuales también se han marchado de este mundo, al igual que los dueños de la casa.

No puedo decir que me emocioné hasta las lágrimas, no, observé con quietud y aceptación, “nada dura para siempre, tenemos que recordar que no existe eternidad”, como canta Willie Colón.

De allí salimos y fuimos a desayunar a un restaurante, también de los que todavía se conservan en Insurgentes, Gino’s, cuando entré sentí el rico olor del pan e inmediatamente me fui a las neveras para ver la gran variedad de pasteles o cakes, como les decíamos en Mérida cuando era niño, aquella variedad de colores y decoraciones con letreros que describían las delicias, que alegraron los ojos y el alma.

Continuará.

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