Pedro de la Hoz
Coordenadas habaneras de Carpentier y Lezama
Cada cual a su modo colocó a La Habana entre los centros de gravedad de su escritura. Ambos, Alejo Carpentier y José Lezama Lima, uno nacido en 1904 y el otro en 1910, legaron monumentos literarios que enaltecen la identidad de la capital cubana, muy a tener en cuenta a propósito del arribo de esta dentro de pocas horas a su medio milenio de existencia.
Cualquiera diría que la habaneridad de Carpentier fue producto del azar concurrente, valga la expresión lezamiana. El escritor abrió los ojos en Lausana, Suiza, y y se supone que vio por primera vez la urbe insular en 1908 a los cuatro años de edad, cuando sus padres, el arquitecto francés George Julian Carpentier y la rusa Ekaterina Vladimirovna Blagobrázova, conocida después como Lina Valmont, optaron por residir en el territorio antillano.
A todas estas, Carpentier vivió prácticamente fuera de Cuba la mayor parte de su vida. Al final de su niñez itineró con sus progenitores durante varios meses por Rusia, Francia, Austria y Bélgica. Marchó a París en 1928 y retorna en 1939 ante el avance del fascismo en Europa. Residió en Caracas entre 1945 y 1959; el triunfo de la Revolución lo convocó a La Habana. Luego de desempeñar importantes cargos en la esfera editorial, las nuevas autoridades solicitaron sus servicios en el cuerpo diplomático. Asumió en 1968 el puesto de ministro consejero de la Embajada de Cuba en Francia; donde falleció en el ejercicio de sus funciones en 1980.
Claro está que en estos últimos tiempos iba y venía a esa Habana –resultó incluso electo en 1976 diputado al Parlamento por el municipio La Habana Vieja–, interiorizada como plaza propia desde que en los años de formación participara activamente en la renovación de la vida cultural y también política, o después, en los primeros años de la década de los cuarenta, cuando aportó novedades inéditas a la dramaturgia radial y se sumergió en fuentes documentales nunca antes estudiadas para escribir el ensayo seminal que tituló La música en Cuba.
Lezama no solo nació en La Habana, sino apenas salió de la ciudad; brevísimas estancias en México y Jamaica. Es más, blasonaba de explorar a diario a paso lento, como si viajara a mundos galácticos, el tramo entre su vivienda en la calle Trocadero y el Paseo del Prado. En 1930 fue testigo de la manifestación contra la dictadura de Gerardo Machado, en predios cercanos a la Universidad de La Habana, donde asesinaron al líder estudiantil Rafael Trejo. En los primeros años sesenta, tras la llegada de los barbudos al poder, frecuentó la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en virtud de su cargo en la directiva; después ocupó una plaza como investigador en el Instituto de Literatura y Lingüística, reservorio de importantes documentos de las letras y la historia cubanas. Pero se le dificultaba mucho trasladarse hasta allí, por el asma y el continuo aumento de su peso corporal.
Por entonces circulaban por la ciudad, como la Isla toda víctima del bloqueo de Estados Unidos, desvencijados y rugientes ómnibus con más de dos décadas de explotación. Al ver al poeta en la puerta del Instituto, cerca de un punto de recogida de pasaje, un colega preguntó si iba a abordar el ómnibus. Lezama respondió: “Hijo mío, jamás de los jamases viajaré en ese coche luciferino”. Los últimos años de Lezama en su ciudad no fueron precisamente luminosos. Marginado por un transitorio pero muy pernicioso dogmatismo de funcionarios responsabilizados de la política cultura y atenazado por la enfermedad, se atrincheró en la calle Trocadero, sin dejar de respirar los efluvios habaneros.
No hay dudas de que el texto carpenteriano paradigmático sobre el tema es el ensayo La ciudad de las columnas. La publicación de 1970, ilustrada con imágenes del excelente fotógrafo italiano Paolo Gasparini, es una joya bibliográfica.
De ese ensayo, la doctora Graziella Pogolotti, presidenta de la Fundación Alejo Carpentier, ha dicho: “El escritor observó detalles de su arquitectura, el contrapunteo de luz y sombra en sus calles más antiguas y la amable protección que brinda a los paseantes la secuencia de portales que recorren el Prado y amplias zonas de La Habana del Centro, tan cercana a la obra de Fina García Marruz. Descubrió en la audaz y afortunada mezcla de estilos una libérrima y herética manera de apropiarse, transformadoramente, de los modelos llegados del otro lado del Atlántico, característica compartida con otras urbes del nuevo mundo”.
No exagera el escritor Abilio Estévez al calificar a Lezama como “el más habanero de los habaneros, el habanero perfecto si tal cosa existe, más habanero que cubano”. Comparto en buena medida el juicio pensando en que Paradiso, ese portentoso obelisco solo se explica por la existencia misma de la ciudad.
En 1958 publicó un libro de ensayos de título elocuente: Tratados en La Habana. En su segunda parte reunió crónicas y reflexiones bajo el rubro “Sucesivas o las coordenadas habaneras”, que habían aparecido entre 1949 y 1950 en las páginas del Diario de la Marina. Volver a esa prosa voluptuosa y desafiante equivale a descubrir la ciudad que transcurre bajo veladuras insospechadas.
Ello lo advirtió Miguel Barnet al contrastar la óptica del autor de Oppiano Licario con la del ensayista de La ciudad de las columnas: “Lezama sintió un amor raigal por este país y, en especial, por La Habana, por su atmósfera y sus recovecos. Se trata de un amor distinto, por ejemplo, al de Carpentier. La Habana lezamiana está muy metamorfoseada y metabolizada por sus obsesiones estéticas, y vista más en sus interiores: su visión oblicua le permite penetrar en otras zonas de la ciudad, en sus contrastes y transparencias. Alejo, en cambio, se ocupó más de los exteriores y del vuelo teatral y apolíneo, aunque pienso que ambas versiones resultan igualmente ricas y sugerentes”.